El Nacional
Leonardo Padrón
13 de marzo 2016
Hace algún tiempo Laura Restrepo escribió un artículo legendario titulado “La cultura de la muerte” a propósito del drama del sicariato en Colombia. La frase inicial era demoledora: “Una nueva generación de colombianos no sabe que es posible morirse de viejo”. Esa línea, en su perturbación, en su carácter sísmico, la podemos trasladar a nuestro país, hoy, en este cuarto lustro del siglo XXI. Cuando entrevisté a la novelista para Los Imposibles y desbrozamos el tema de la violencia crónica en su país me hizo énfasis sobre el “intolerable contubernio de la vida con la muerte”. Ambas frases me rondan sin pausa. Eso es justo lo que estamos viviendo los venezolanos. Nunca como hoy ha sido tan fácil morirse en este país.
“Los padres nos estamos quedando huérfanos de hijos”, dijo hace poco una madre venezolana, acercándose –sin saberlo– a la inquietante afirmación de Restrepo.
Nos ha sobrepasado la violencia. Estamos asistiendo a la deshumanización de nuestra existencia. La muerte se coló en los productos de la cesta básica. Somos más fugaces que nuestra propia condición. La periodista Thays Peñalver escribió una frase muy gráfica, aunque destinada a envejecer en términos aritméticos: “A más de medio millón de venezolanos les metieron una bala en el cuerpo en poco más de una década”. La escribió hace cinco años.
Plo, plo. Que mueran las estadísticas.
Cualquier excursión por las redes sociales puede revelar un pasillo siniestro: la pornografía de la violencia. El horror tiene camarógrafos. Puedes toparte con un video de minuto y medio de un criminal destajando a su adversario en pedazos. O la imagen hórrida de la cabeza cercenada de alguien apodado “El Junior”, dejada como escarmiento frente a la puerta de la casa de su madre en Cúa. O el video de una poblada en Petare quemando vivo a un violador hasta convertirlo en carbón. Todo eso pasa por tus ojos sin buscarlo. Por más rápido que desvíes la mirada, la centella del horror quedará gravitando en tu memoria. No es el templo del cine gore. Es Venezuela, año 2016.
Minutos más tarde, en las redes, te toparás con un video que muestra a una multitud que pelea entre sí para acceder a un supermercado que acaba de abrir sus puertas. Hay ancianos que caen al suelo, niños que pierden la mano que los sostenía, mujeres que lanzan un chillido de dolor, empujones, malicia y encono contra tus semejantes. Es el caos estableciendo territorio, sembrando su bandera. No hablamos de un día excepcional. Son escenas cotidianas. Es un martes de pañales y café o un jueves de pollo y harina. Tanto las escenas filmadas de degollamientos, quema o linchamiento de personas como los testimonios de la indignidad que significa comprar comida hoy en Venezuela nos dan cuenta de algo. Esta es una sociedad formalmente enferma.
La violencia tiene muchos códigos. La sangre es uno. El hambre es otro. La degradación humana es su consecuencia.
“Le supliqué al guardia que me dejara pasar, pero no dejó y mi nieto se murió”. Ese es el hiriente titular de un reportaje firmado por la periodista Eleonora Delgado, publicado el 7 de marzo en El Nacional. El incidente ocurrió en la frontera del Táchira. Una frontera cerrada por orden presidencial desde hace medio año. Jean Carlos, el nieto de la denunciante, sufría de leucemia y tenía 7 meses recibiendo en Cúcuta su quimioterapia. El niño ardía en fiebre, convulsionaba y tenía los labios morados. No importó. El guardia fue taxativo, robótico. La orden era inalterable. El niño y su abuela no pasaron. A la mañana siguiente murió. Pero, vaya alivio, el guardia conservó su puesto.
Y uno se pregunta, ¿noticias como esas no las lee Nicolás Maduro? Si las lee, ¿no le asombran, no le duelen, no le sobreviene un ramalazo de culpa, por más mínimo que sea? A ver. Seamos comprensivos. Quizás no tiene tiempo por estar pensando cómo ganarle al menos un día, una escaramuza, un round de tres minutos, a los autores de la supuesta guerra económica. Pero sabemos que le sobra vida para hacer cadenas presidenciales en el despilfarro de horas-hombre más grande de trabajador alguno en el mundo. Le sobran relojes para enhebrar insultos y amenazas al país opositor. Se le derraman las noches y las almohadas para ver películas del Hombre Araña o contar cuántas veces lo nombran en la televisión española. Y no, al parecer, no tiene una pírrica media hora de su tiempo presidencial para alarmarse, para reaccionar, con la muerte absurda de este niño, con la desesperación de los enfermos, con las lágrimas y arañazos de las amas de casa, con el trauma indeleble de los secuestrados, con el penar de aquellos que deciden irse, con las noticias oscuras y sangrantes que ocurren frenéticamente en el país. ¿De verdad no se estremece de vergüenza ni un instante? Cualquier ser humano, en el sentido humano del adjetivo, se tiene que remover al leer las noticias, al revisar las redes sociales, al escuchar el larguísimo y hondo quejido de la gente. Para decirlo con el viejo verso del poeta Caupolicán Ovalles: “¿Duerme usted, señor presidente?”.
Un jefe de Estado en propiedad de su rol no debe disimular sus responsabilidades. No debe gastar un solo dólar en conmemoraciones inútiles. No debe hacer chistes pueriles. Su primer mandamiento es, debe ser, resolver el derecho a la vida de la gente que gobierna.
Diga, señor Maduro, ¿quién responde por la muerte de Jean Carlos? ¿O por la de los 22 venezolanos que han muerto intentando cruzar el puente que une a Venezuela y Colombia buscando remedio a su salud? ¿Y la de los muchos otros enfermos que han fallecido en el resto del país porque se quedaron sin tratamiento para sus urgencias? ¿Cuántos muertos habría que achacarle a usted por su incompetencia para garantizarle mínimamente la vida a los enfermos de “la patria”?
El régimen insiste hasta el paroxismo en imputarle a la oposición la responsabilidad en la muerte de 43 venezolanos durante el convulso año 2014, atizado de protestas y guarimbas. ¿A quién le carga el enjambre de cadáveres que hacen cola en la morgue cada fin de semana? ¿De quién son los muertos de la pasmosa inseguridad? ¿Seguirá diciendo el señor Maduro, con un cinismo inmejorable, que la “derecha venezolana” les da armas a los delincuentes? ¿Será Leopoldo López también culpable de la sangría cotidiana que sufren los venezolanos?
La indolencia es una forma de crueldad.
Hoy el horror agrega una palabra a nuestro largo prontuario: Tumeremo. 28 personas desaparecidas. La certeza más terrible, la de los testigos, asegura que han sido masacradas, desmembradas y enterradas en una trinchera oculta. 28 personas es mucha gente. Mucha sangre. Hoy las minas del sur son el titular donde la muerte ha hecho su nuevo festín. ¿Y con qué se topa uno? Con un gobierno que hace malabares para atenuar el espanto. Con la triste declaración de Ileana Medina, secretaria de organización del partido Patria Para Todos, quien despacha la tragedia con una afirmación irracional: “Esas muertes tienen como fin afectar los 14 motores de la economía que activó el gobierno”. Agota leer algo así. Cansa. Todo cansa.
Así andamos. Intoxicados de malas noticias, agotados de tanto perseguir nuestros alimentos, alarmados de las violaciones que hace el régimen al dictado de las mayorías. Cualquier aproximación a la realidad venezolana es caminar sobre un paisaje de escombros. El glosario de nuestros días está repleto de términos que aluden a la zona más oscura de la especie humana: homicidios, linchamientos, saqueos, secuestros, descuartizamientos, sicariato. En rigor, la violencia es hoy la primera combatiente del país.
Ha ocurrido una mutación en el alma del venezolano. Tanto escupir palabras de guerra desde la tribuna presidencial terminó inundando al país. Cansan los titulares de nuestro infortunio. Cansa la lista de policías y civiles asesinados. Cansa la cola, la larga cola, la reptante cola, la noche cola, la madrugada cola. Y, como música de fondo, los lemas oxidados de un socialismo convertido, nuevamente, en fracaso. El exceso de ideología nos tiene empachados, hartos.
Ya no podemos más. Es obvio que los actuales dirigentes no son aptos para la administración de la vida en Venezuela. Es urgente cambiar el estado de las cosas. Hay dos signos preocupantes: hay gente cansada y hay gente violenta. No esperemos a que el cansancio termine de cruzar la calle que lleva a la violencia.
Sería el capítulo más doloroso de nuestra historia contemporánea.