Luisa Pernalete
@luisaconpaz

La violencia no es buena compañía ni buena consejera, para nadie, menos para los niños, que van almacenando escenas, tonos, en sus cabecitas y que luego traerán consecuencias en su salud mental y en comportamientos futuros. Los niños aprenden por imitación, más que por los discursos. Si usted quiere que sus hijos sean amables, sea amable en su trato con ellos, si quiere que sus hijos no insulten, ni griten, entonces no les insulte ni les grite y no lo haga con otros delante de ellos.  Y ya se sabe, lo que se hace de manera cotidiana,  se volverá hábito y se repetirá de manera inconsciente porque “es normal”. Es verdad que lo que se aprende se puede desaprender, pero hay que hacer de manera consciente y se requiere de paciencia y perseverancia.

Me copian, ¿verdad? Cuando los niños no duermen “arrullados por el himno nacional”, ni con cuentos para dormir, sino que duermen y crecen entre balas, por un lado, viven con temor,  y ello les afecta, y se pueden acostumbrar a los ruidos y a las imágenes de gente armada, se les puede volver “normal”. Ambas cosas son muy dañinas.

Pienso en los niños, niñas y adolescentes de Petare y en su vida en estos últimos días: gente armada por las escaleras, por las calles, uniformados o no, con armas legales o ilegales, son armas en definitiva. Las llamadas “balas perdidas” matan sin pedir cédula de identidad, matan, simplemente.

Al pensar en Petare, recuerdo a comunidades el interior con entornos muy violentos, con evidencias de esa violencia armada -que no es la única- y cómo va moldeando la conducta de los niños y adolescentes. Recuerdo lo que una vez me contó un periodista que cubría sucesos en Ciudad Guayana. “La primera vez que cubrí un homicidio, no pude dormir… luego me fui acostumbrando y dejó de afectarme” Me contó, también, que la gente en las comunidades se tomaba fotos con el cadáver de fondo… Eso me pareció terrible. Incluyendo niños… Como si de un trofeo se tratara.

Cuando se crece entre balas, los sonidos de los disparos se pueden volver “normales”, así como ver gente armada rondando por la comunidad. Hace un año, conversando con niños de primer grado de una escuela de Catia, les preguntaba con qué relacionaban la palabra paz y con qué la palabra violencia. Después de dar unos ejemplos escolares sobre hechos de violencia, un pequeño dijo que era violencia ver a chamos en moto, con armas largas, transitar por las calles de la comunidad. Uno ya aprendió a que no se note la cara de asombro ante lo que cuentan. Pregunté, entonces, cuántos veían escenas como ésa, y en 10 presentes, 6 levantaron la mano. No salí corriendo porque son muchos años ya que llevo haciendo estos talleres, y sí, en esa comunidad esas escenas son comunes.

Pienso en una escuela de San Félix, con entorno muy violento, con existencia de pandillas en el barrio. En la calle que lleva al colegio se pueden observar marcas de disparos en las paredes exteriores de las viviendas… ¡Mucha bala suelta! Siempre buscando amedrentar o matar.

Cuando existió aquella Comisión Presidencial para el control de las armas (2009/2011), recuerdo que cooperamos con la investigación inicial sobre la situación. Hemos cooperado con todo lo que  pueda contribuir a la convivencia pacífica y a la reducción y/o erradicación de todo tipo de violencia. La comisión que conducía la consulta, que iba de Caracas, preguntó a los estudiantes de primaria si habían visto armas. Con gran tranquilidad los niños de 5 y 6 grado, describieron las que solían ver.

Por cierto, como producto del trabajo de esa  Comisión Presidencial, se dictaron unas resoluciones que tenían que ver con la inutilización de las armas ilegales incautadas, el cierre de armerías, prohibición de estar armado en sitios públicos, e incluso la promulgación de la Ley Orgánica para el control de armas y municiones y desarme (junio  2013). ¿Qué será de la vida de esa Ley?

Pero no nos quedemos en el drama, que es para poner a correr a cualquiera. Hay que decir, también, que la violencia se puede prevenir, reducir y erradicar. Eso también lo he aprendido. Si bien no pretendemos que los ejemplos que voy a compartir suponen impacto nacional, pero sí indican que es posible desactivar aprendizajes que conducen a comportamientos violentos. Conviene aquí citar al Psicólogo Abel Saraiba, de Cecodap, que dice que “la esperanza tiene que ver con creer con que las cosas serán mejores. Sin embargo, miramos el país, cuesta creerlo, por eso insisto que es un tema de escala. Toca mirar cerca de nosotros y buscar esperanza en la cotidiano.”

Pues eso es lo que hago, detectar velitas en medio del apagón que me dan evidencia de lo posible. Así, les puedo asegurar que he conocido madres maltratadoras, con muy mal manejo de sus emociones, pero con la convicción de la “eficacia” de los castigos físicos como sanciones, y luego de reflexionar en los cursos para Madres Promotoras de Paz, en el daño que hacen a sus hijos, cambian sus comportamientos y mejoran sus relaciones. Tengo muchos testimonios, traigo un par a colación. Aquella madre que se la pasaba diciéndole a su hijo adolescentes que terminaría de malandro. Cambió su discurso por estímulos positivos y evitar ese tipo de comentario, y el chico fue cambiando de comportamiento. O aquella otra, que peleaba mucho con su esposo, y éste le dijo que se inscribiera en todos los cursos del colegio, puesto que desde que estaba en ése de “promover la convivencia pacífica” no habían peleado más. Al cambiar la relación entre ellos, mejoró el clima de la familia.

Los niños y adolescentes también son sensibles al buen trato. Recuerdo un caso de un niño en San Félix, huérfano de madre, que se llevaba muy mal con su madrastra, un padre maltratador, y tenía un comportamiento violento en la escuela. La maestra empezó a valorar lo bueno que hiciera y aconsejando al padre que hiciera lo mismo. El chico modificó su conducta en el aula.

Pienso en unos adolescentes de una comunidad muy violenta. Andaban, lo que uno dice, “con malas juntas”, en situación de riesgo pues. La parroquia les invitó a participar en un plan vacacional, y luego les invitó al año siguiente a ser recreadores. Los chicos terminaron siendo líderes positivos en el barrio y se olvidaron de las “malas juntas”.

En fin, puedo llenar hojas con pequeños testimonios de madres, padres, adolescentes y niños que han podido desaprender comportamientos violentos sin necesidad de imposiciones, sino por la vía de ver otras posibilidades de vida, por la vía de elevar la valoración de sí mismos, curar sus propias heridas sin ser enjuiciados.

Claro, pacificar un país es más complejos, requiere voluntad política, coherencia… Y hay que exigirlo, pues la gente tiene derecho a vivir en paz, los niños deben ser protegidos de las balas, tienen derecho a crecer seguros. Conviene recordar que los derechos de los niños, niñas y adolescentes, según nuestra Constitución, son prioridad absoluta. No hay excusa para ponerlos en peligro.