El Nacional
por Maritza Izaguirre
15 de marzo 2016
Una lectura de la prensa nacional lleva a la conclusión de que nos encontramos sumidos en un mar de violencia y criminalidad, el cual, tal como lo anotan distinguidos conocedores del tema, ha traspasado las fronteras del delito eventual a una acción organizada, levantada sobre estructuras verticales, bandas que operan en territorios determinados, atacando con saña y violencia destructora a la población, generando un sentimiento de indefensión e inseguridad ante las fallas constantes del que debe protegerlos: el Estado y sus instituciones especializadas que, tal como lo demuestran los hechos, no han logrado formular una estrategia capaz de contener la ola de violencia que azota al país.
Un ejemplo claro: lo ocurrido en la Guayana venezolana, sujeta a todo tipo de abusos, donde los secuestros, extorsiones, cobro de vacunas, robos a mano armada y asesinatos ocurren diariamente, tanto en las ciudades como en los pueblos y asentamientos rurales.
Lo ocurrido en la población de Tumeremo, cabecera del municipio Sifontes del estado Bolívar, donde en los últimos años sus pobladores no solo se han ocupado de la actividad agropecuaria, sino que en su vecindad, luego del retiro de algunas empresas auríferas a las cuales el gobierno canceló sus permisos de explotación, se disparó la actividad minera ilegal al fracasar diversos intentos de aplicar una política sustitutiva que facilitara legalmente el acceso a tal actividad. Fue así como la explotación ha sido controlada por los llamados garimpeiros, los cuales ocuparon y explotaron los yacimientos ilegalmente, sustrayendo el oro, vendiéndolo al mejor postor, en moneda extranjera, sin cancelar ninguna obligación ni al municipio ni al estado.
Ello llevó al deterioro creciente del ambiente y causó graves daños al ecosistema y a la vida social de las comunidades asentadas en el territorio, en las cuales, sin ofertas de empleo formales, sus habitantes se ven obligados a ganarse la vida en el desempeño de tareas temporales asociadas a la explotación del oro. Tareas que se ejecutan en ambientes hostiles, insalubres, sin ninguna protección social, y siempre amenazados por las organizaciones ilegales que controlan la actividad.
Ojalá que lo ocurrido obligue a una revisión profunda de la política minera, por una parte, y, por la otra, a una necesaria revisión del papel del Estado y sus instituciones en materia de seguridad ciudadana, en un entorno donde ha privado el debilitamiento de las instituciones, el no respeto a las normas y convenciones ciudadanas, el quiebre del sistema judicial, privando la impunidad y la poca transparencia en la aplicación de la ley, lo que ha facilitado el surgimiento del crimen organizado, los mercados ilegales y una seria amenaza a la democracia como sistema de gobierno, tal como lo analizan Roberto Briceño León y Alberto Camardiel en su libro Delito organizado, mercados ilegales y democracia en Venezuela. Editorial Alfa, Caracas 2015.