Roberto Briceño-León, Olga Ávila, Rina Mazuera, Gustavo Páez, Jesús Subero, Iris Rosas, María V. Alarcón, Carlos Meléndez, Johel Salas, Iris Terán
Introducción
Desde los años ochenta, la violencia en Venezuela había sido un fenómeno urbano. Esa era una característica que había sido reconocida como común en casi todos los países de América Latina, sólo Colombia mantenía una violencia rural vinculada a los grupos guerrilleros y del narcotráfico. En los estudios sociales y criminológicos se buscaba una asociación de la violencia urbana con los fenómenos de la urbanización rápida y espontánea y con las nuevas oportunidades del delito en la ciudad; pero el campo permanecía como un territorio relativamente seguro.
Esa situación cambio de manera radical en Venezuela y desde el año 2013 se inició un incremento del delito rural, el cual se agrava desde el año 2016 con el quiebre que se produce en el modelo político con la caída de los precios del petróleo y la reducción sostenida de la producción nacional. Los daños, que por más de una década se habían venido infringiendo a la producción agropecuaria nacional con expropiaciones, controles de precios y de la distribución, se expresaron de manera más evidente a partir de ese momento en la oferta de alimentos, pues ya no fue posible continuar con las masivas importaciones del sector público.
Esto, aunado al deterioro generalizado de la infraestructura de la producción y del transporte, a la carencia de dinero efectivo y al deterioro de la capacidad de compra del venezolano, convirtió al sector agro productivo en un punto de atención del delito. Por lo tanto, además de todos los problemas mencionados, la delincuencia y la violencia se transformaron en impulsores de la caída de la producción agrícola en el país.
Y no suficiente con ello, a comienzos del año 2019 comienza en el país una cadena de racionamientos eléctrico luego de un mega apagón que afectó a todo el país. Al respecto se pronunció la principal organización patronal del país, alertando sobre los efectos de este racionamiento en la producción y abastecimiento de alimentos en 20 estados del país. Señaló el representante de Fedecámaras los graves problemas que tenía el sector industrial que no contaba con plantas eléctricas y que requieren cadena de refrigeración. Las pérdidas por el apagón del 7 de marzo de 2019 y los días sucesivos se calculan en aproximadamente 200 millones de dólares diarios. (Disponible en: https://www.elnuevoherald.com/noticias/mundo/america-latina/venezuela-es/article228949169.html#storylink=cpy).
Al mismo tiempo, Fedenaga, la Federación Nacional de Ganaderos de Venezuela declaró al sector en emergencia, luego de los apagones, alegando la reducción de la capacidad de refrigeración y almacenamiento de productos lácteos terminados, lo que ha incidido en la demanda de leche al productor, en la oferta y precios de los productos. De igual forma destacó que los problemas con la energía eléctrica han favorecido los delitos contra los productores y sus familiares y los trabajadores, así como el abigeato, homicidios, hurto, robo y secuestros. (Disponible en: https://www.eluniversal.com/economia/36991/sector-agropecuario-en-vilo-por-falta-de-energia-electrica).
Un representante de la Organización no gubernamental Ciudadanía en Acción, también se pronunció en torno a las repercusiones de la falta de energía eléctrica para la producción de alimentos, explicando que no hay la energía para producir primariamente, es decir, “tenemos la cadena de insumos productos de los alimentos que requiere de 9 mil megavatios desde la producción del fertilizante hasta la energía que necesita el frigorífico. (…) antes del apagón se contaba con 13 mil 500 kilovatios de energía, pero los recientes apagones hicieron que bajara la cantidad de kilovatios en 4.500”. “Esto se traduce en el tema agrícola, en que el trasfondo de las carencias alimentarias es energético”. (disponible en https://www.eluniversal.com/economia/36991/sector-agropecuario-en-vilo-por-falta-de-energia-electrica).
Los resultados de este estudio muestran, por ejemplo, como de las mil doscientas toneladas métricas de alimentos que producía la industria en el año 2017 se redujeron a trescientas mil toneladas. El rebaño de ganado que para comienzos de siglo podía calcularse en 15 millones de cabezas, se redujo a una cifra que oscila entre 7,3 y 11 millones en el 2018. La producción de Atún que era de 900 toneladas, disminuyó a 500 toneladas. La producción de pollo se redujo de 150 mil a 14 mil toneladas. De 250 mil madres cerdos que existían se contrajo a 30 mil madres cerdos.
De acuerdo con la Asociación de Productores Agrícolas de Venezuela, el sector agrícola cubrió sólo el 20% del consumo nacional de alimentos en el año 2018. En ese sentido alertan sobre una reducción de las cosechas, a pesar de que el rendimiento del maíz ha sido más alto que en años anteriores (debido a condiciones climáticas favorables). Aún así las expectativas apuntan a una producción de sorgo de 35.000 toneladas, en comparación con las 79.000 de 2017, debido a los recortes en las importaciones de combustible, insumos esenciales, semillas certificadas, equipos y maquinaria. La producción de arroz en 2019 también se estima que sea menor que en anteriores años. (Observatorio de Ecología Política de Venezuela, OEPVZLA, 2019, disponible en: http://www.ecopoliticavenezuela.org/2019/04/21/fao-alerta-venezuela-esta-los-10-paises-del-mundo-mayores-riesgos-seguridad-alimentaria).
Estos cambios se corresponden con un proceso sostenido de inseguridad jurídica que algunos de los productores y analistas del área remontan al año 2001, pues consideran que allí ocurrió un parteaguas con la promulgación de la ley de tierras, cuya orientación era violar la propiedad en términos de la tenencia de la tierra. Eso se profundizó a partir del 2007, después de que el gobierno perdió el referéndum consultivo para la modificación de la Constitución, ya que se inició un proceso de promulgación de leyes, que habían sido negadas en la pretendida modificación de la Constitución, dándose en un marco jurídico inconstitucional. Se agravó más en el 2013, pues con las habilitaciones al presidente se aprueban más de 40 leyes y 20 de ellas inciden directamente en el sector agroalimentario. A partir del 2016, con la Asamblea Nacional Constituyente, se establecen ocho leyes que violentan todo el esquema de la seguridad personal y 10 decretos constitucionales basados en un estado de emergencia inexistente.
A esa inseguridad jurídica se le deben agregar las múltiples modalidades de inseguridad para los productores agrícolas, sus empresas y sus familias. Se estima que sólo por el abigeato se pierden cada año unas 400 mil cabezas de ganado. A los productores les roban en las fincas el fruto de su trabajo, las cosechas y los animales, pero también los equipos y herramientas para producir, y además les roban sus viviendas personales o las del personal, con sus bienes y sus electrodomésticos. Una depredación sistemática.
Luego, lo que logran salvar de su producción, se lo roban durante el proceso de distribución, en las carreteras, o lo deben pagar en la extorsión de las bandas delincuenciales o a los funcionarios policiales o militares.
La consecuencia de todo esto ha sido una dramática caída en la producción agrícola nacional que para el año 2017 ya se encontraba por debajo de la producción que se había tenido en el año 1992, lo que implica una enorme disminución per cápita dado un crecimiento poblacional promedio de 1,6% interanual, como puede observarse en la Tabla 1 que presentamos a continuación.
El retroceso en la producción es de al menos 25 años, y como se muestra en la Tabla 2 el crecimiento ha seguido en descenso en todos los rubros hasta el año 2019, afectando claramente el consumo nacional y los porcentajes de autoabastecimiento, colocando en 80% la inseguridad alimentaria en los hogares venezolanos.
A fin de conocer de qué manera la inseguridad y la violencia estaban contribuyendo a esa caída en la producción, se llevó a cabo el presente estudio en los ocho estados del país donde operan los equipos de investigación de las ocho universidades nacionales que conforman el Observatorio Venezolano de Violencia.
Los resultados muestran en detalle el gran impacto que está teniendo la inseguridad en la producción agropecuaria. Lo que se pudo observar es que hay un muy importante costo directo del delito, por su efecto depredador de la riqueza: al ganadero del Zulia que le roban 200 reses para contrabandearlas hacia Colombia, o al pequeño productor del Mérida que le sacrifican unas reses y le dejan la osamenta en sus corrales, pues se llevan la carne para ofrecerla a las carnicerías. O el productor de Lara que tiene la cosecha en sacos y se acuesta a dormir antes de llevarla al mercado y se despierta con el ruido de un camión y hombres armados que se están llevando el esfuerzo de su trabajo.
Esa situación ha llevado a los productores a tener que incrementar sus costos para poder acceder privadamente a la seguridad que no les ofrece el Estado. Contratan personal para las fincas o empresas o para ellos y sus familias; instalan cámaras, suben o refuerzan las cercas, pagan la extorsión de las bandas, o pagan privadamente a los cuerpos policiales y militares para que los protejan. Los analistas estiman que los gastos que deben hacerse en seguridad pueden estar representando entre el 10% y el 25% de los costos de producción en el sector agropecuario.
Pero hay también un impacto notable por la actividad económica inhibida como resultado de la inseguridad: la reducción de las tierras de pastoreo o de siembra; las inversiones que estaban planificadas para mejorar la producción y que no se ejecutaron; o los “ferieros” que distribuían hortalizas y que dejaron de viajar a otras ciudades por miedo a los asaltos. Otro aspecto, no cuantificable, es la delegación en terceros, de la gestión de las fincas mayores por parte de los propietarios.
El resultado de todo esto y que bien se detalla en este informe, es que tenemos menos producción agropecuaria, menos alimentos y con mayores costos de producción y de precios al público. Es decir, menos bienestar para todos: para los productores, para sus empleados y para los consumidores.
Recuperar la seguridad en el campo, no es sólo un deber con la protección de las personas que allí viven y trabajan, propietarios y trabajadores, sino una tarea fundamental para poder ofrecer bienestar básico a la población a través de la seguridad alimentaria. Este panorama, sin duda ha contribuido a la masiva migración de personas a través de las fronteras de Colombia y Brasil a partir del año 2017.
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