Crímenes sin castigo
Javier Mayorca

7 de agosto, 2022

Con la prolongación de la emergencia humanitaria, las muertes en averiguación ahora son más frecuentes que los homicidios.

El 25 de julio, el señor Valdez intentaba reparar el caucho trasero de un camión.

Para este hombre de 46 años de edad era un día más de trabajo en el local Super Cauchos Chirica, en el municipio Caroní del estado Bolívar. Cuando inflaba el neumático, se escuchó un estallido.

Nadie tuvo tiempo de reaccionar. Algunas partes del caucho salieron despedidas, como si se tratara de una granada. Una de ellas impactó a Valdez en el abdomen. Murió en el hospital de Guaiparo. Para la policía judicial, se trató de un caso de fallecimiento por accidente.

Tres días después, el señor Luces navegaba en una pequeña embarcación por el sector pesquero Las Galderas de Angostura del Orinoco. A sus 53 años, sabía que la captura podía mejorar si se acercaba a la orilla.

El peñero, arrastrado por la corriente, chocó contra las ramas de un árbol que se metía en el cauce. Oculto entre las ramas estaba un nido de avispas.

Luces se arrojó al agua, y nunca más lo vieron con vida. No murió por las picaduras, sino por ahogamiento.

Estos son apenas dos de cientos de casos que se acumulan año tras año en una categoría que, a falta de mejor denominación, es conocida como “averiguación-muerte”.

Las “muertes en averiguación”, como también las llaman, son fallecimientos en los que las causas no han sido determinadas. Requieren pesquisas más profundas que la simple evaluación del médico forense en el sitio del suceso.

En el informe anual correspondiente a 2021, el Observatorio Venezolano de la Violencia alertó sobre un incremento en estos casos.

El director de este centro, Roberto Briceño León, indicó que esta categoría también opera como una especie de “caja negra”, en la que son metidos los casos cuyas pesquisas no van más allá de lo evidente.

“Son casos muy complicados, cangrejos, donde no se logra saber lo que ha pasado. Pero también, de forma muy marcada en este siglo, lo que no se quiere investigar”, indicó.

El 28 de julio, por ejemplo, murió en el hospital universitario de Los Andes, Mérida, un hombre de 61 años de edad, porque supuestamente ingirió un químico fertilizante “de manera accidental”. El hombre era oriundo de Santa Elena de Arenales, una zona rural de ese estado, al sur del Lago de Maracaibo, donde se presume que los habitantes pueden distinguir el sabor y olor de una sustancia de este tipo.

Es llamativa la proliferación de expedientes de muertes en averiguación. En algunos, incluso, las víctimas aparecen con heridas por armas cortantes, pero quedan en esa categoría, según Briceño, “porque se desconoce la intencionalidad de la acción”.

Uno de estos casos pudo presentarse en una vivienda de Sabaneta de Barinas, el 31 de julio.

Ese día, el dueño del inmueble, Argenis Rangel, tomó a un cochino por las patas traseras con el propósito de sacrificarlo. Al parecer, en la faena había testigos. El porcino, desde luego, chillaba y se retorcía para zafarse. Según el parte policial, una de sus patadas golpeó la mano en la que el hombre de 57 años de edad portaba el cuchillo para el sacrificio. El utensilio terminó clavado en la región esternal izquierda. Cuando llegaron al hospital Jesús Camacho, ya el campesino había muerto.

El caso quedó catalogado como una muerte accidental.

Pero no todos ocurren en sitios apartados.

El 13 de mayo, por ejemplo, un hombre de 38 años de edad falleció luego de permanecer cuatro días hospitalizado en El Llanito. Lo trasladaron desde su residencia, ubicada en Las Minas de Baruta, donde supuestamente ocurrió el hecho fatal. Familiares relataron a la policía que el sujeto manipulaba un cableado de Cantv, cuando perdió el equilibrio y cayó justo donde estaba un palo de escoba, que se le incrustó en el recto. La causa de muerte: “caída de altura”.

Las muertes en averiguación han proliferado en todo el país, hasta el punto en que ya son más numerosas que los homicidios. De acuerdo con cifras conocidas extraoficialmente, durante la primera mitad del año fueron iniciados 1816 expedientes en los que no se sabía a ciencia cierta la causa del fallecimiento. Esto es 37% más que las muertes consecuencia de hechos delictivos.

El incremento de este tipo de muertes, además, es un subproducto de la emergencia que vive el país. En la primera mitad del año, por lo menos setenta personas perdieron sus vidas electrocutadas, ya sea porque intentaron conectarse ilegalmente al cableado o porque tuvieron un contacto no buscado con las líneas de transmisión. Por estas muertes nadie se responsabiliza. Tampoco por las 53 víctimas de explosiones de bombonas y tuberías de gas doméstico en mal estado. En el último caso, fallecieron Carmen Aurora Álvarez, de 67 años de edad, y su hijo Gabriel Bastos, de 46 años, cuando estalló un recipiente del fluido en una casa del sector Santa Ana de Carapita. Bastos, por cierto, agonizó durante doce días.

Es cierto que todos los días ocurren accidentes fatales. Pero en una situación de emergencia generalizada como la venezolana, los accidentes se hacen más frecuentes, y sus consecuencias se tornan mortales con mayor facilidad.

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