El Nacional
Papel Literario

07 Julio, 2024

Roberto Briceño-León (Valera, 1951) es sociólogo, director del Observatorio Venezolano de Violencia (OVV) y del Laboratorio de Ciencias Sociales (Lacso). Además, es un autor prolífico con 26 libros en su haber. El último de ellos lleva por título Gramática social de la violencia y aparece bajo el sello de la editorial Alfa. Esta obra expone que la violencia y la criminalidad que han asolado el país en su historia reciente no se deben a factores de orden económico, sino a la destrucción de las instituciones —formales e informales— que regulan los comportamientos de la vida pública.

Por Silvio Salas

En un pasaje de Gramática social de la violencia se explica cómo las políticas de mano dura, populares entre la gente común, suelen traducirse en excesos de fuerza policial y, por extensión, en un deterioro de la institucionalidad. ¿Le preocupa que se produzca un auge del punitivismo de la mano del modelo salvadoreño contra el crimen organizado?

No me preocupa lo que es el punitivismo que expresa Nayib Bukele en sí mismo; es una respuesta interesante que ha tenido gran impacto en su país y en América Latina. Pero lo que se ha llamado mano dura en Centroamérica ha sido fundamentalmente el asesinato de delincuentes, no llevarlos a la cárcel. Allí Bukele introduce una diferencia importante con los modelos de mano dura o de súper mano dura que se habían aplicado previamente y que implicaban un quiebre de la institucionalidad, dado que al no existir en la legislación la pena de muerte y además aplicarla directamente las fuerzas policiales, se estaba intentando castigar el incumplimiento de la ley a través de medios que incumplían la ley, lo cual es una paradoja que sólo propicia un clima de violencia mayor en la sociedad.

Bukele desarrolla una respuesta legal-policial de encarcelamiento masivo, no de asesinatos extrajudiciales.  Quizá algunos lo consideran punitivista porque se enfoca en el encarcelamiento masivo y no en políticas sociales o de prevención. Ahora bien, el mensaje que el gobierno salvadoreño le ha dado a la sociedad —y que le ha reportado gran rédito político— es que la ley se va a hacer cumplir, sin tolerancia, quizá sin compasión; pero que el Estado va a castigar a los delincuentes, que no hay impunidad.

Y eso ha recibido un gran apoyo de la población, especialmente entre los pobres que estaban sometidos a la extorsión y violencia de esos grupos. Es interesante, pues, detrás de ese apoyo popular hay un sentimiento de liberación, de zafarse de la opresión que sufrían esas comunidades pobres por el dominio territorial de los grupos del crimen organizado.

Ese proceso es muy distinto a una política de ejecuciones extrajudiciales que se han aplicado en otros países, incluso en Venezuela. Aunque ambas son formas de punición del Estado: el encarcelamiento está formalmente dentro de los parámetros legales —con todas las limitaciones que pueda tener su aplicación y que uno no puede conocer en detalle—, mientras que la mano dura y las ejecuciones extrajudiciales se encuentran claramente fuera de la ley desde sus inicios.

Usted menciona que, por temor a la inseguridad, los venezolanos viven bajo una suerte de toque de queda autoimpuesto, bajo el cual restringen la esfera en la que se desenvuelven y los horarios en los que salen a la calle. Dentro de un panorama represivo y de fusión del Estado con los grupos criminales, ¿es posible que la delincuencia sea usada como instrumento de control social?

Como sostengo en mis dos últimos libros, la delincuencia se ha convertido en el mejor mecanismo de control social y político en América Latina. Y lo es en la medida de que ha habido una sustitución del Estado por los grupos criminales.

En Gramática social de la violencia busco demostrar cómo estos métodos de control social que utiliza el crimen organizado son muy similares a los que utiliza el Estado, sólo que les cambia la connotación; es decir, ya no es la ley de la república, sino es la ley del crimen la que empieza a ser aplicada. Una de las razones por las cuales se puede hipotetizar que hay una disminución de la violencia —y, concretamente, de las muertes violentas— en muchas partes del territorio de Venezuela y de otros países es por la actuación del crimen organizado. A diferencia, por ejemplo, de la criminalidad de las bandas juveniles, que tiene una altísima letalidad, la criminalidad organizada tiende a generar una disminución de la violencia y hasta de los robos de vecinos, porque entorpecen su meta principal, que es el gran lucro de las rentas ilícitas.

¿Qué grupos se benefician de la institucionalidad informal que ha creado el chavismo? ¿La recuperación de la institucionalidad formal se reduce al cambio político, o tiene una dimensión cultural, educativa, etcétera?

El gran drama del chavismo fue que destruyó la institucionalidad informal autóctona de la sociedad y buscó imponer una institucionalidad informal politizada, partidizada. El gobierno sustituyó la autoridad de los líderes tradicionales de los barrios por la de unos líderes políticos afiliados a su partido. Sustituyó las juntas de vecinos por los consejos comunales y las UBCh. Las organizaciones populares fueron completamente cooptadas, sus decisiones están vinculadas en forma directa a la Presidencia de la República. De ese modo se deshizo el tejido social que existía en las comunidades, y eso fue en gran medida lo que derivó en la epidemia de violencia que se dio en el país desde 1999 hacia adelante.

El propósito era político, era acabar con las organizaciones sociales autónomas o que podían estar vinculadas a los partidos tradicionales del país y sustituirlas por otras organizaciones que fueran un apéndice del gobierno. Aunque tenían nombres y propósitos pomposos que exaltaban el poder popular, en la práctica fueron organizaciones clientelistas destinadas a captar fondos del Estado. La participación popular y comunal de base generó grandes ilusiones y expectativas entre la población venezolana; pero al final se convirtió en una gran estafa, ya que era simplemente la instrumentalización de las organizaciones populares para la consolidación del poder político y la permanencia en el poder.

¿Hay similitudes entre la Venezuela actual y la del s. XIX —e incluso principios del s. XX— en la que el Estado no estaba unificado, imperaban los caudillos locales y no había reglas comunes al conjunto del territorio?

Existe una diferencia fundamental entre la Venezuela actual y la del s. XIX, y es que en aquel momento no había un Estado construido, sino una carencia de Estado. Lo que ha sucedido desde inicios de este s. XXI es la destrucción de un Estado que proveía servicios y que, con todas sus deficiencias, que eran muchas, ofrecía seguridad a la población y protección de las fronteras. Ciertamente había espacios donde ese Estado no llegaba y donde no lograba tener presencia, pero existía un Estado y una institucionalidad.

Lo que se ha producido después es que por una parte se ha intentado crear un Estado personalista, omnipotente, que no tiene más reglas que el «medalaganismo» que cambia las leyes, la constitución, o lo que sea, pues el poder es una ley viviente. Y por la otra, que durante dos décadas ha habido un esfuerzo para que el Estado esté presente en todos los lugares, en todos los ámbitos y lo que ha pasado es que, intentando abarcar todo, no ha podido abarcar nada.

La paradoja del estatismo y el socialismo en Venezuela es que ha provocado una privatización continua de la vida social: la salud, la educación, los servicios públicos, todo se privatiza en la práctica por el fracaso del gobierno. Esa misma paradoja se encuentra en la política económica reciente, por medio de la cual un gobierno que se dice socialista implementa medidas neoliberales: se ha pasado de vociferar contra el dólar criminal, a la dolarización práctica y a calcular el pago de tasas e impuestos en dólares.

Hacia el final del libro se discute la violencia que atravesó el país en los convulsos años sesenta. ¿Cómo lidió el Estado de entonces con ese fenómeno? ¿Se pueden extraer lecciones de su respuesta?

La violencia de los sesenta fue muy distinta a la del presente. Era una violencia subversiva de dos tipos que, por comodidad, puede llamarse de izquierda y de derecha. Por un lado, la guerrilla comunista vinculada a Cuba y, por el otro, los sectores militares conservadores vinculados al perezjimenismo. Al inicio de aquella década, los golpes de Estado y la subversión armada tuvieron esos dos componentes.

Lo que rescato de ese periodo en el libro es que quien venció esas violencias no fue el ejército, que sin lugar a dudas tuvo un papel importante, sino una política de inclusión social que desarrollaron los gobiernos democráticos. La reforma agraria, la alfabetización, las campañas de saneamiento de malariología, vivienda rural, las escuelas unitarias rurales, todo eso fue lo que derrotó la violencia de los años sesenta. Y se logró con políticas sociales que fomentaban la integración social y el respeto de la ley. En cambio, lo que sucedió en la primera década de este siglo fue que se aplicaron políticas sociales con abundantísimos recursos; pero dividiendo a la sociedad, fomentando la impunidad, propiciando la lucha de clases y destruyendo la institucionalidad, el Estado, la ley, y por eso se incrementó el delito y los homicidios en los años de mayor riqueza del país.

La situación no es comparable, pero lo que puede decirse es que una política de regulación de la violencia tiene que ser una política de construcción de la institucionalidad. Eso significa: reglas de juego respetadas por todos, imposición de normas y aplicación de castigo a quienes las incumplen. En suma, un proceso de reforzamiento del Estado de derecho como visión de conjunto; pero también un reforzamiento de los vínculos sociales, de la comunidad, del tejido social, pues eso es lo que da legitimidad y fuerza al Estado, la policía y los tribunales.

La tesis central de su estudio es que las condiciones materiales —esto es, la pobreza y la desigualdad— no han sido el factor decisivo tras el auge la violencia y el crimen en el país, sino la destrucción de una serie de contenciones morales y normativas. ¿Qué otros ejemplos de este fenómeno pueden citarse?

Venezuela es el ejemplo más claro en América Latina, y creo que puede convertirse en un caso de estudio de las cosas que no deben hacerse en materia de seguridad y progreso social. Los casos que yo trabajo continuamente —Brasil y Colombia, sobre todo— demuestran que el reforzamiento de la institucionalidad y el Estado de derecho es lo que lleva a una reducción de la violencia.

Durante la primera década del siglo en Brasil, Colombia y Venezuela se redujo la pobreza, disminuyó la desigualdad, bajó el desempleo y aumentó el ingreso real per cápita de la población. Fue muy similar en todas esas dimensiones. Pero en Colombia se produce una reducción notable de la violencia, en Brasil se mantiene similar y en Venezuela se incrementa de manera abismal. ¿Qué produjo esa diferencia? Mi tesis es que fue la institucionalidad. En esa década en Brasil y en Colombia crecen el Estado de derecho, la vida social regida por leyes, la autonomía de los poderes públicos, mientras en Venezuela ocurrió una estrepitosa destrucción del Estado de derecho bajo el argumento que estábamos en una revolución, que había que refundar la república, que había que acabar con las leyes y costumbres burguesas y construir el hombre nuevo.

Esa experiencia histórica constituye una refutación de las nociones y teorías que han dominado la interpretación de la violencia en América Latina y gran parte del mundo. Si bien disminuir la pobreza y la desigualdad son una meta social importante, y hay que buscar lograrlo, pensar que con ello se va a disminuir la inseguridad y la criminalidad, al mismo tiempo que se destruye el Estado de derecho, es un gran error. El delito y la violencia se reducen con más institucionalidad y más libertad. De no ser así, ocurre lo que vivimos en Venezuela, que al final, no sólo tuvimos más violencia, sino también más pobreza y más desigualdad.

Fuente: