La violencia en el estado Táchira ha estado históricamente marcada por la dinámica fronteriza, en la que geográficamente se encuentra. Los grupos armados irregulares, que desde los años 50 protagonizaron la violencia en Colombia, han ido haciéndose presentes paulatinamente en territorio venezolano a través de los caminos que unen ambas naciones, pese a que cada vez más son los controles impuestos por el Estado, en cuanto a prohibición de tránsito entre países se refiere.
Sin embargo, la violencia de esta naturaleza no es la única presente. Ciertamente se ha observado un incremento en la conformación de organizaciones criminales que salen de la esfera de la frontera; no obstante, una criminalidad común, caracterizada por delitos como robo, hurto, homicidios y de índole sexual, no ha dejado de tener una incidencia significativa, de hecho, estos últimos han aumentado con la llegada de la cuarentena a causa del Covid-19. Y un elemento que llama poderosamente la atención es la participación, bien sea pasiva o activa, de jóvenes menores de edad.
En delitos sexuales, que representan el 39% de los hechos violentos registrados desde junio de 2020 hasta enero de 2021, los jóvenes aparecen como víctimas, especialmente de género femenino, quienes son abusadas por algún familiar o conocido (93%). Sin embargo, un menor porcentaje (7%) de este mismo delito, está protagonizado por menores de edad, como bien se ha dicho, conocido o familiar de la víctima. Por otra parte, se ha registrado un 30% de delitos como robo y hurto, en el mismo período de tiempo, en los que el victimario es menor de 18 años.
Los datos expresados son evidencia de un resquebrajamiento del capital social del país, y capta la atención de quienes analizan la violencia con la pretensión de hacer propuestas de abordaje y acción para la disminución de su aparición, especialmente cuando se comprende la trascendencia que tiene la incidencia de la delincuencia juvenil en la delincuencia en general. En líneas generales, la importancia principal radica en que un joven que inicia carrera delictiva a temprana edad, va perfeccionando la técnica hasta convertirse, en pocos años, en un delincuente profesional, como lo señala Santiago Redondo a partir de los hallazgos de investigaciones realizadas en España.
Los 12 años es la edad en la que generalmente comienza la aparición de conductas desviadas, caracterizado por la pertenencia a familias disfuncionales o en ausencia de alguno de los padres; incluso hay hogares en los que, a pesar de estar compuestos por ambos padres, no existe la debida atención, ni se ponen en marcha adecuados mecanismos de control sobre los hijos. Así lo reportan algunas organizaciones de la sociedad civil de Venezuela, que se encargan del análisis de la situación de la infancia en el país. Ya lo advertía Travis Hirschi en la “Teoría del Control Social”, la importancia que tiene el apego a los padres en la consolidación de una conducta pro-social. Los lazos afectivos son determinantes en la etapa de la adolescencia, de la cual bastante se ha estudiado, para coincidir en lo complejo que resulta la transición entre la infancia y la etapa adulta.
Los mecanismos de control deben operar desde una perspectiva informal, como ya se ha dicho acerca del papel de la familia, pero también desde la formal por medio de las distintas herramientas que tiene el Estado en la responsabilidad de gestionar la convivencialidad social de cara a la aplicación de la ley. En este sentido, la impunidad es otra de las causas que incide en el aumento de la delincuencia juvenil; cuando la ley pierde su poder disuasivo ante la población, por su aplicación selectiva o difusa, y se disipa en los jóvenes el temor a la respuesta punitiva de los órganos de control oficiales. De allí que, se entiende que el apego, al que hizo referencia Hirschi, no es exclusivo hacia los padres, sino que también es necesario que el joven se apegue a la norma.
Aunque la opacidad en los datos en Táchira de la aplicación de justicia en jóvenes delincuentes no permita hacer afirmaciones concretas, se deduce que ocurre de forma similar que con la delincuencia en adultos, en la que un alto porcentaje pertenece a la cifra negra de la criminalidad.
El aumento en la incidencia de los delitos sexuales en los que participan jóvenes, bien sea como víctima o victimario, es característico de los países con altos índices de pobreza, desempleo y falta de espacios que promuevan el deporte y las actividades culturales pro-sociales, y en esto, el Covid-19 sumó otro elemento al complejo escenario de crisis que ya existía antes de la cuarentena, en el que son cada vez más escasos los espacios para el esparcimiento y la distracción. Los parques y plazas públicas de la capital del estado permanecen cerrados y abandonados, deteriorados por la falta de mantenimiento y el exceso de maleza. Lo mismo ocurre con las estructuras que se construyeron años atrás, para la promoción de algún deporte o el fomento de la lectura o el teatro; hoy por hoy, no existe horario de flexibilización controlado que permita a la población juvenil hacer uso de ellos de manera gratuita, de no ser por algunas iniciativas privadas que no alcanzan a satisfacer la demanda.
En este sentido, Hirschi menciona como otro elemento de control social, la participación en actividades sociales, bajo la misma premisa del apego, que indica que, a mayor fuerza en la presencia del elemento en cuestión, menor es la probabilidad de los jóvenes en incurrir en actividades delictivas. Precisamente, estas actividades se refieren justamente a las mencionadas en el párrafo anterior, en el entendido de que los lazos de arraigo social son favorables al desarrollo de la sociedad. Claro está que, el sistema de creencias que se maneje en el grupo donde se desenvuelve el adolescente debe ser apegado a las normas formales, con arraigo a los valores culturales dominantes.
En Táchira, los efectos ocasionados por el Covid-19, principalmente los que erosionan la salud pública, además de la crisis económica que se acentúa gradualmente, al parecer ocupan la agenda de acción, mientras que la juventud se enfrenta a un sistema educativo en medio de fallas de electricidad y conectividad a internet, y a un tiempo de ocio que, si bien es cierto, es necesario para el desenvolvimiento del ser humano, no es menos cierto que los medios para su canalización que provee el Estado son precarios, y paradójicamente resultan siendo favorables pero para la participación en actividades desviadas, delictivas y violentas, por la vulnerabilidad no conducida que representa en sí la adolescencia, independientemente del rol de víctima o de victimario.
Equipo del Observatorio Venezolano de Violencia en Táchira (OVV Táchira)