Dalila Itriago

24 de julio 2013

Aunque las muertes violentas en la ciudad hablan de un territorio cubierto de temor, sus habitantes apuestan a la vida. Quieren cambiar el escalofrío de su piel por calor humano

Caracas quiere ser amada. Al igual que una mujer cuando en la intimidad desnuda su cuerpo y tantea otro buscando algo de ternura, la ciudad luce sus mejores rasgos a la espera de un buen amor.

A veces el acto se torna brusco. Los brazos se entrelazan eufóricos, pero desordenados. Palpan, recorren, descubren. Los besos se hacen infinitos, enérgicos, prolongados. El movimiento es acelerado. La piel reclama caricias. La ciudad aúlla por amor.

Los caraqueños, como imanes, son atraídos por la ciudad. El nexo parece indisoluble. De modo inexplicable, también se rechazan. Lo intentan una vez más, jadean. Pero la ola que buscaba armonía y acoplamiento derivó en resaca de confusión.

Hambrienta de abrazos, la ciudad quiere lucirse. Presenta un clima primaveral durante todo el año, montañas majestuosamente verdes a sus alrededores y cielos de pulcro azul, donde no cabe la tristeza de las nubes grises, pero sus mejores dones no bastan para retener al amante. El miedo se ha metido en la piel de los ciudadanos que luchan por expulsarlo.

Caracas resiste

De acuerdo con cifras extraoficiales, durante el año 2012 se registraron 5.623 muertes violentas en la capital, y en los primeros seis meses de este año ingresaron a la morgue de Bello Monte 2.845 cadáveres. Datos que hablan de la furia de esta ciudad, del escalofrío que siente la mayoría de quienes decidieron recluirse en sus casas antes que tentar a la suerte y ser parte de las estadísticas.

Muros altos, calles cerradas y vigilancia privada han ido conformando fortines dentro de la ciudad. El sociólogo Roberto Briceño León señala que es un mecanismo de defensa ante la amenaza de ser víctima de una agresión, considerando que Caracas tiene una de las tasas de homicidio más altas del mundo: 122 muertes por cada 100.000 habitantes, probablemente sólo superada por Ciudad Juárez, en México (132) y San Pedro Sula, en Honduras (140).

Quien vive en Caracas está, casi siempre, bajo una sensación de alerta. La piel suda frío. La piel teme. La piel se anticipa a la amenaza y habla. Así lo cree la sexóloga Sophia Behrens, que comenta sorprendida cómo, a pesar de esta circunstancia, los habitantes de Caracas quieren comprometerse, mucho más los jóvenes desposeídos de rutinas y convenciones. Ellos, revela Behrens, se atreven a amarse incluso dentro de los automóviles.

Explorando al otro

Briceño León estima que la urdimbre del temor tatuada en la piel de los caraqueños proviene de la impunidad. Al no respetarse las leyes, se impuso la fuerza. Y ante esta amenaza, se expandió el miedo. Algo reversible pues, de acuerdo con las investigaciones que ha realizado en varias zonas de Caracas, la población -sin importar su estrato económico- expresa un deseo de encuentro, de destino común, de diálogo.

La sexóloga rechaza que el caraqueño sea violento por naturaleza. Considera que la conducta agresiva u hostil que puede llegar a sentirse en la capital es producto de la inseguridad y de la confrontación política en los últimos años.

Behrens asegura que la rabia o la ansiedad que algunos puedan reconocer en su epidermis cederá cuando nos identifiquemos con el otro, cuando abandonemos las tendencias extremas y polarizadas, cuando vayamos hacia el centro de nuestras posturas y nos conectemos con aquello que nos hace igual al prójimo. Allí la sensación será distinta, será sabrosa. La piel hablará entonces de una Caracas rodeada de montañas, con mar cercano, visitada por la brisa y bañada por el sol. Una Caracas amada.

Un toque de amabilidad

Lejos de lo que pudiera creerse, el miedo no ha ganado la batalla en Caracas. Si bien la mayoría de sus habitantes temen disfrutar de los espacios públicos a diferencia de otras ciudades latinoamericanas, todavía la capital alberga a seres valientes que no quieren resignarse a vivir enclaustrados en sus hogares. Este es el caso del colectivo Ser Urbano.

Esta organización surgió por la necesidad de rescatar el uso de calles y plazas. Uno de sus miembros, Jorge Ferreira, señala que desde el año 2008 convocan a los seguidores a través de las redes sociales a jugar con almohadas en los espacios públicos o a realizar picnics urbanos. Su intención es que las personas interactúen con el desconocido y disfruten con la misma jocosidad e inocencia como lo hacen los niños cuando ven a su par.

Ferreira aseguró que las 5.300 personas que integran este colectivo conforman un grupo heterogéneo y diverso, tanto en sus tendencias políticas como en la pertenencia a determinada clase social, o incluso orientación sexual. Asegura que el éxito de las convocatorias es el enfoque que todos deciden asumir: la búsqueda de una ciudad más pacífica, solidaria y amorosa.

Sentir el asfalto

Corro Caracas es un documental dirigido y producido por Mariana Cadenas, joven caraqueña que decidió registrar cinco perfiles de corredores que hayan recorrido la ciudad y comentar su experiencia. Entre ellos destaca Carlos Tarazona, que aún detenta el récord nacional de maratón.

Cadenas afirma que las personas que habitan Caracas son responsables de su decadencia y, por ende, son actores activos de su recuperación: “Lo importante es que cada uno se conecte con la ciudad y desde sus grupos de interés fomenten un sentido de pertenencia. Si tú no te sientes parte de ella, te da igual parar el carro en la acera del peatón”.

Al servicio del otro

Samuel Pavón es estudiante de la Facultad de Ciencia de la UCV y pertenece al colectivo Avecyt (Asamblea Bolivariana de Estudiantes de Ciencia y Tecnología), una organización que agrupa a más de 70 colectivos en el país.

Pavón es de Barquisimeto, estado Lara, y confiesa que cuando llegó a Caracas sintió que la ciudad lo rechazaba y pretendía su expulsión. “La sensación fue de sobreviviencia”, dice. Considera que Caracas vive un proceso de deconstrucción constante, por eso cree en el trabajo grupal y espera que éste aporte algo a la búsqueda de soluciones del caos cotidiano de la ciudad.

“Uno se mueve para responder esto que sufre Caracas desde hace años. Vemos que individualmente no la podemos cambiar, por eso nos organizamos y lo hacemos con ideas”.

Su equipo tiene un cine club, dictan clases de fotografía y también hacen música. No cree que la sociedad cambie a través de la difusión de conceptos matemáticos sino de la cultura. “Las artes tienen un lenguaje universal”, señala. Con esta seguridad, su grupo visita a la comunidad de la Misión Vivienda adyacente a la UCV para proyectar películas. “Nosotros también trabajamos con jóvenes de tendencia política distinta, a quienes les preocupa el país. Sabemos que algunos prefieren vivir con miedo, pero hay otros que han entendido que no se puede negar una realidad social que tienen enfrente y optan por hacer algo ante ella. Son actividades puntuales con resultados comprobados y beneficios comunes, no debates políticos. Las palabras las dice cualquiera. Lo que vale es el trabajo”.