El Estímulo
Axel Capriles

Nos enfermamos de ira. ¿O será, más bien, de odio? Ese muchacho sudado, empericado, que después de haber asaltado y escapado con todo lo que había en la casa en El Hatillo se devuelve y, justo antes de cerrar finalmente la puerta, percuta su Smith & Wesson y vacía cinco innecesarias balas en el arrugado rostro de una abuelita de 85 años inmóvil, ¿qué siente? ¿Qué siente el guardia nacional que, repartiendo patadas en las costillas y cachazos en la frente, le grita al estudiante de 21 años: “cállate maldito, cállate hijo de puta”.

¿De dónde salió tanta violencia? Durante la mayor parte del siglo XX, los venezolanos fuimos una sociedad amable y pacífica. Tuvimos una psicología conciliatoria. La revoltosa y feroz población del siglo XIX se había convertido en una sociedad serena caracterizada por la armonía, la concordia, la integración y la consonancia. Muy lejos del Decreto de Guerra a Muerte de Simón Bolívar, de las órdenes de exterminio racial y los premios por las cabezas cortadas de Antonio Nicolás Briceño, del odio asesino y de las violaciones en masa de Martín Espinoza y Tiburcio, el Adivino, la hospitalidad y el abrazo llegaron a caracterizarse como algo muy nuestro. Por más que algunos tacharon el clima de paz y concertación que predominó en la segunda mitad del siglo XX como una ilusión de armonía, en la Venezuela en que yo nací y crecí predominaban los gestos cordiales y conciliatorios que borraban de inmediato toda discordia. La igualdad era nuestro sello de marca. Acogíamos a todo el mundo. Las casas no tenían muros. Nos sentíamos tranquilos, seguros y orgullosos de nuestro país.

A partir de los años noventa apareció en el espacio público un discurso concentrado en los defectos, las heridas, los vicios, la culpa y la deshonra, en los traumas históricos, en las desigualdades, la exclusión y la injusticia. Y las palabras, a pesar de que se crean signos vacuos, etéreos, tienen un poder constitutivo. El discurso oficial produjo una demarcación dicotómica del imaginario social y forzó a la adhesión e identificación con grupos de referencia por contraste con grupos externos adversos que recibieron todo tipo de proyecciones de desconfianza, recelo, desprecio, hostilidad, odio y rencor. El aparato psico-político de polarización fracturó la sociedad y se coló por las grietas existentes en toda colectividad para despertar los fantasmas del inconsciente colectivo. Si el uso de conceptos simples y totales sirvió para explicar y atribuir culpas a diestra y siniestra con una simpleza irresponsable y punible, la reversión del discurso y la inversión de valores desmontó los sistemas referenciales de control social.

Como compulsión a la repetición, el liderazgo por resentimiento produjo un proceso regresivo que nos remitió a la psicología colectiva del pasado remoto, a los tiempos en que José Tomás Bóves hacía temblar la tierra con su revolución de resquemor y rencor. En muy poco tiempo pasamos de una psicología conciliatoria a una psicología controversial enfocada en la confrontación. Y, como observa Manuel Gerardo Sánchez, pronto “la intolerancia política devino en agresión, colusión, zarpazo, puñalada”.

Con frecuencia, se explica la violencia como una consecuencia de grandes y lamentables males sociales como la pobreza, el desempleo, la desigualdad, la explotación, la marginalidad, el hacinamiento, la injusticia y la exclusión. Si bien tales factores son, sin duda, variables de peso, no hay relación causal entre ellas. Hay muchos países pobres con muy bajos índices de violencia. La violencia es, sin duda, un fenómeno social demasiado complejo para pretender abarcarlo en este artículo. Depende de un inmenso número de factores que van desde las condiciones económicas generales hasta la fortaleza del sistema judicial, las políticas de seguridad o el lugar que ocupan los carteles de drogas.

Sin embargo, si analizamos la curva de la estadística de homicidios en Venezuela, la evolución de la tasa de asesinatos por cada cien mil habitantes, observamos una línea bastante estable y plana hasta 1998, año en que empieza su ascenso marcado y sostenido hasta la actualidad. Hay una clara asociación entre el incremento de la violencia y la revolución bolivariana. ¿Por qué? Porque como resumen Roberto Briceño-León, Olga Ávila y Alberto Camardiel su libro sobre Violencia e institucionalidad, Informe del Observatorio Venezolano de Violencia 2012, “No es la pobreza lo que ocasiona los homicidios, es la falencia institucional. No es el desempleo, es la impunidad. No es la desigualdad, es el elogio de la violencia por los líderes. No es el capitalismo, es el quiebre de las normas que regulan el pacto social”.

El desmantelamiento de las instituciones de la nación se inició como parte de una estrategia de dominación sin miramientos por las consecuencias sociales que ello tendría. Un plan perfectamente orquestado por el Mefistófeles suramericano, Fidel Castro. Y lo que comenzó como astuta construcción de una institucionalidad paralela, y luego pasó a deslenguada e impenitente destrucción institucional, terminó en saqueo de los valores, en desnudez moral, en anomia, ese “estado de ánimo del individuo cuyas raíces morales se han roto, que ya no tiene normas, sino únicamente impulsos desconectados, que no tiene ya sentido de continuidad, de grupo, de obligación”, como describe magistralmente el sociólogo de origen escocés MacIver al individuo anómico que indistintamente podría definir al venezolano actual.

El incremento cuantitativo de la violencia ha estado acompañado de cambios cualitativos mucho más desoladores que los simples números o cálculos estadísticos. Son reflejos de transformaciones perversas que han ocurrido en la estructura básica del carácter social y en las formas de relación entre los venezolanos. El trato recurrentemente agresivo, el estallido por cualquier razón, el ensañamiento inexplicable, los asesinatos gratuitos, los tiros en la cara, los linchamientos, la negligencia y el abandono de las víctimas, la normalización de la patología, la pérdida valor del ser humano, la negación de la vida misma, dan cuenta de un desarreglo mucho más profundo que se cuela en la formación de la personalidad individual. El culto del malandro, de su estilo, de su forma de lenguaje y figuración estética, su importancia en la socialización y modelaje de las futuras generaciones de venezolanos, no sólo es una amenaza desde el punto de vista sociológico, sino que remite a complicaciones en la estructuración del carácter y a arreglos malsanos en el desarrollo del sí-mismo.

Venezuela parece hoy un texto básico de psicopatología, un curso 1.0.1 sobre emociones y pasiones. La racionalidad está en segunda fila. Todos los sondeos muestran, por demás, una preponderancia de los sentimientos negativos. En la última encuesta ómnibus de Datanalisis, septiembre-octubre 2015, el 79,6% de los sentimientos que dominan el clima emocional venezolano son negativos. Despuntan la desconfianza, la tristeza, la confusión y la frustración. Si estudiamos las expectativas, nos encontramos con la misma situación, una caída abrupta del nivel de expectativas. Hoy sólo una minoría piensa que sus hijos vivirán mejor que ellos. Más del 80% de los venezolanos se siente desengañado y frustrado en sus expectativas de solución de los principales problemas de la nación.

Más dañino que el descalabro del bienestar material es el desencanto y la pérdida de fe en el porvenir, la ausencia de un proyecto de vida. Lo peor que le puede ocurrir a una sociedad es la generalización de la sensación de futilidad e impotencia, que un proceso político haya clausurado las opciones de futuro de la gente. La desesperanza destruye nuestras más íntimas aspiraciones, nuestra capacidad creativa. La teoría más elemental sobre la agresión es la Hipótesis de la Frustración-Agresión. Ante el sentimiento de frustración, los seres humanos tienden a reaccionar con agresión. Pero la agresión necesita de un objeto, de un lugar a donde dirigirse y depositarse. Fácilmente se convierte en odio, en enemistad, repulsión y aversión visceral hacia otros. Hoy, en Venezuela, casi todo el mundo está arrecho y una buena parte de la población siente aversión y antipatía por otra. La rabia está en todas partes. El arquetipo del vengador ya no regula solamente el inventario mental de los chavistas. Después de 18 años de revolución hay un inmenso contingente humano que ha sufrido, vidas castradas, grandes pérdidas y laceraciones. La personificación de la venganza en la Grecia arcaica eran las Erinies -las Furias, en Roma- horribles figuras femeninas con serpientes en los cabellos, alas de murciélago y sangre que manaba de sus ojos. Eran las hijas de la sangre derramada en la castración de Urano. Venezuela entera está poseída por las Furias, es ira a borbotones.

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