La ausencia de un Estado vigoroso en determinadas regiones subestatales de Guárico se ha convertido en terreno fértil para la instauración progresiva de estructuras de gobernanza dominadas por actores no estatales -crimen organizado y grupos armados irregulares-. La instrumentalización de estas estructuras tiene como protagonistas a las mega bandas delincuenciales de origen carcelario (El Tren de Llano); traficantes y grupos armados foráneos como el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Estos sistemas criminales por lo general incurren en patrones de comportamiento en los que la competencia entre actores no es la norma. Al contrario, muchas veces trabajan en colaboración o tienen acuerdos tácitos de no interferencia para ejercer la coerción legal y proporcionar bienes públicos a través de acuerdos que la comunidad académica internacional ha caracterizado como “gobernanza complementaria”.

En este punto, pareciera necesario, hacer algunas consideraciones que permitan explicar cómo y por qué irrumpió en la escena pública guariqueña la extravagante presencia del crimen organizado. Encontraremos que, por diversos caminos, desde hace algún tiempo un mosaico de soberanías comienza a instalarse y a manifestarse en el estado, por un lado, como resultado de la política de encarcelamiento masivo que tuvo como epicentro en Guárico a la Penitenciaria General de Venezuela (PGV), convirtiéndola así, en la progenitora legítima de las bandas delincuenciales de origen carcelario en la región. Por otro lado, la estela de externalidades negativas que dejó la “consagración” del Arco Minero del Orinoco (AMO) y sus constelaciones atractoras de los grupos más criminalizados disidentes de las FARC -tras la firma del acuerdo de paz en Colombia-, e importantes contingentes del ELN, por nombrar tan solo los actores armados foráneos más conspicuos.

Cuando observamos más de cerca el problema, veremos que algunos grupos criminales -en especial los de origen carcelario- asumen una suerte de titularidad política de los sectores excluidos, algo que los medios académicos han convenido en llamar los “Narco Robin Hood”. Se trata de una viscosa construcción social que, mediante el uso de algunos aspectos productivos de las economías ilícitas, buscan legitimar el escepticismo de las comunidades sobre las fuerzas del estado y contribuir decididamente en la consolidación de una gobernanza criminal que ha tenido, como referencia geográfica esencial, el norte del estado donde cohabitan con un poder estatal intermitente. Paralelamente y, como si se pudiese establecer una relación de opuestos -aparte de la geográfica-, en el sur de la entidad, observamos otro tipo de gobernanza menos prominente que comienza a gestarse calladamente, la gobernanza rebelde, objetivada en las figuras del ELN y las disidencias de las FARC principalmente.

Si algún aprendizaje hemos de obtener de la experiencia comparada -Colombia, por ejemplo- es que estos grupos rebeldes cuando ocupan territorios lo hacen con la intención política de apoderarse del estado, secesionarlo o reformarlo. Esta es una gran diferencia con respecto a las mega bandas de origen penitenciario que rara vez establecen un control exclusivo. Su autoridad generalmente se superpone -a menudo en silencio- con la del estado; incluso, por lo general dan la bienvenida a la gobernanza estatal en dominios como la salud y la educación. La gobernanza rebelde, en cambio, responde más a la sacralización de algunos motivos ideológicos cuyo mayor interés consiste en la pretensión de construir -en teoría- un estado competitivo, aunque sus modalidades contemporáneas a nivel mundial advierten que suelen derivar en autoritarismos mucho más sangrientos, arbitrarios y momificadores de la civilización que los estados que pretendieron reemplazar.

A menudo, como sucede con todas las formas de representación del crimen organizado, la vigencia de los derechos humanos y los valores democráticos se ven socavados. En otros términos, comienza a emerger una característica esencial de estos sistemas conocidas como ciudadanías grises o de sombra. Es decir, un mestizaje adulterado de ciudadanía completamente diferente que está orientada hacia actores no estatales en lugar del estado. Un habilidoso entramado de estructuras organizativas ilegales e institucionalizadas que guían el comportamiento en un territorio gobernado por actores no estatales. Es así como los lideres prisionales y de las mega bandas aparecen como los profetas de la ley y el orden adjudicándose el monopolio de violencia en los territorios que controlan y ejerciendo la coerción legal. Como resultado de esta suerte de paz criminal, en algunas zonas marginadas sin control estatal en Guárico, las comunidades ya agradecen -más supervivencia que ideología- tener alguna fuente de orden para regularizar la vida cotidiana. Sin oportunidades económicas legítimas, algunas comunidades locales dependen de las economías ilícitas. Los civiles acuartelan sus vidas a la “ciudadanía en la sombra” que se alimenta de la pobreza, la ignorancia, el terror, la muerte y las rentas ilícitas.

Las dinámicas de las organizaciones criminales terminan moduladas por las lógicas de estas rentas. Por ejemplo, la desarticulación del circuito agroalimentario guariqueño trajo, sin duda, terribles consecuencias para la población. Esa política de expropiaciones desdibujada y secuestrada por la ambición de quienes ignoraban sus consecuencias, contó en primera instancia con el respaldo y fascinación de grupos criminales que ya operaban en la entidad explotando la economía de la extorsión en los diferentes eslabones del circuito. Sin embargo, tal desmantelamiento “perturbó” los mecanismos de gobernanza criminal que regulaban estas economías ilegales -tras el colapso de la extorsión- por el desplome de la agricultura y la construcción frente a eventos de orden coyuntural como la crisis de los precios del petróleo de 2010. La imposibilidad práctica de sustituir -en el corto plazo- esta renta ilegal planteó dificultades sistémicas que agudizaron las disfuncionalidades -y capacidad de autogestión- de los grupos criminales que se aferraban a la extorsión, obligándolos a explorar otras economías como el tráfico de drogas y la minería ilegal.

Este fue el contexto general donde el AMO y toda la renta asociada a la minería ilegal entra en escena para sustituir -al menos parcialmente- la extorsión de ganaderos, comerciantes y constructores. Ya lo había advertido la Cancillería Colombiana -en un informe ante la OEA en 2019- al referirse a las disidencias de las FARC y al ELN, quienes, por razones inherentes a la firma del acuerdo de paz, al efecto atractor del AMO y, al tráfico de drogas, no podían prescindir de sus posiciones dentro del territorio venezolano para garantizar los flujos ilícitos hacia el Caribe. Conviene enfatizar que el citado informe también aludía a posibles pactos de colusión entre algunos actores estatales venezolanos y estos grupos armados foráneos. Alianzas estas que tal vez se basan en el tristísimo escenario de usar la fuerza coercitiva de los irregulares foráneos para neutralizar las amenazas de terceros dentro de Venezuela.

De nuevo, cuando echamos mano de la experiencia comparada, encontramos que abundan en la historia contemporánea ejemplos de la pobre sostenibilidad de estas fórmulas de colusión entre actores estatales y grupos al margen de la ley como vía para aferrarse al poder. Una vez que se ha cedido la soberanía, los caminos para recuperarla suelen ser tortuosos y rara vez quienes la entregan son los mismos que logran retornar al poder. Estos pactos se caracterizan por criterios de demarcación muy laxos, trazados por quienes, llevados de la mano del inmediatismo se afanan por establecer “zonas de paz”, “despejes”, etc. que guardan poca relación con la solución real de los múltiples problemas que afectan a la colectividad. Como ejemplos de estos cortejos fallidos entre actores estatales y grupos al margen de la ley, tenemos las milicias chiítas Hizballah  en el sur del Líbano;  Los grupos Tuareg y Berabiche en la vasta región africana del Sahel; las minorías musulmanas en la isla de Mindanao en Filipinas; las redes criminales transnacionales en la zona de la triple frontera Argentina, Paraguay y Brasil; y los territorios controlados por grupos irregulares en las fronteras entre Ecuador, Colombia y Venezuela por tan solo nombrar algunos. 

Equipo del Observatorio Venezolano de Violencia en Guárico (OVV Guárico)