La violencia intrafamiliar, entendida como cualquier comportamiento que se traduzca en algún tipo de agresión física, sexual, psicológica o económica sobre un cónyuge, pareja, novia/novio o miembro íntimo de la familia, es un fenómeno que paulatinamente pareciera ir aumentando. En el caso particular de Guárico, hasta el 15 de mayo de 2021, el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV) en el estado ha registrado 14 eventos que comportan este tipo de violencia, consistentes en 7 violaciones, 5 agresiones y 2 femicidios.
El OVV Guárico ve con mucha preocupación cómo van ganando terreno la violencia contra las mujeres, el maltrato infantil, la violencia filio-parental y el abuso de adultos mayores, en proporciones que van más allá de lo registrado globalmente por efecto de las medidas de confinamiento y las clásicas causas sociodemográficas. En este sentido, llama la atención el incremento, fuera del ámbito doméstico, de algunas formas de violencia que, al igual que en otras partes del mundo, han precedido y pudieran estar influyendo en la violencia intrafamiliar. Por ejemplo, el equipo regional ha registrado 20 lesionados, 23 personas muertas por la acción de bandas delincuenciales, 9 por enfrentamientos con la policía, además de las actividades logísticas, económicas y de control social de miembros del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y disidentes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en el sur del estado.
El efecto neto es que, como en otras latitudes, la vida diaria se ve afectada por las consecuencias psicológicas de estrés traumático. También conocido como red del miedo, una dinámica neurológica que emerge de la exposición reiterada al maltrato o amenazas a la vida. En este punto, cabe preguntarse entonces: ¿Existe vinculación entre la actividad delincuencial, la letalidad policial y la presencia de grupos armados no estatales con las manifestaciones de violencia intrafamiliar en la entidad? La respuesta es afirmativa. La evidencia indica que en las regiones donde se han introducido esquemas violentos de control territorial, se da inicio a la consolidación y propagación de las redes de miedo-agresión. Para comprender la psicofisiología de este fenómeno, la comunidad académica internacional ha centrado sus esfuerzos en torno a las víctimas de regiones como los Balcanes, Sudán, Somalia o El Nilo Occidental y, recientemente, México, Colombia, El Salvador, entre otros países, realizando entrevistas, observando el comportamiento y midiendo respuestas fisiológicas a estímulos específicos.
Los principales hallazgos refieren, por un lado, que los ritos de iniciación de las pandillas y los entrenamientos militares tendenciosos inducen la deshumanización del “enemigo” y rompen los estándares morales del individuo, haciendo que la violencia pueda volverse atractiva para aquellos sujetos que han sido expuestos a ella en edad temprana y de manera reiterada. En otras palabras, al reemplazar la socialización civil por un entorno violento temprano en la vida, la autorregulación del apetito por la agresión puede volverse deficiente, implicando mayor propensión a la crueldad. Conviene enfatizar que dentro de este grupo es donde se va fraguando la indigesta identidad de muchos implicados en abuso sexual de menores, maltrato a personas de la tercera edad, agresores de mujeres y femicidas.
Por otro lado, tenemos a las víctimas donde las memorias -“recuerdos calientes”- de una o varias agresiones permanecen en gran parte implícitas, impidiendo que la persona traumatizada hable sobre ellos; un fenómeno que se ha llamado “terror mudo”, donde las víctimas pueden incluso convivir con sus agresores sin denunciarlos. La situación tiende a empeorar con la exposición reiterada o cuando el abuso comienza temprano en la vida, ya que padres que fueron abusados cuando niños tienden al abuso de sus hijos y entorno familiar; es decir, la agresividad temprana resulta predictiva de un comportamiento antisocial posterior.
Toda esta evidencia ha impulsado un salto cualitativo en nuestra comprensión, que bien vale la pena ser tomada en cuenta frente a las visiones parciales, fanáticas o distorsionadas como “Plomo al hampa” o “No entiendo cómo esa mujer sigue viviendo con alguien que abusa de ella y de sus hijas” y que, además, apoyan una visión simplista estimulada por autoridades y gobiernos que deliberadamente no asumen la responsabilidad sobre el problema. Queda claro que políticas como las “Zonas de Paz”, “Operación para la Liberación del Pueblo” (OLP) y la creación de grupos policiales como las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) no solo carecen de efectividad y sentido técnico, sino que ayudan a propagar más daño del que pretenden prevenir.
Lo que aprendimos de los estudios que abordan la “doctrina del miedo”, es que ésta representa la estrategia central de los Estados fallidos, y que éstos no “fallan” de un día para otro, ni de manera homogénea en todo el territorio. Lo hacen paulatinamente -con mayor intensidad en lugares apartados de la prensa y la sociedad civil organizada- y en esa misma medida parece aumentar la violencia intrafamiliar. Dichos Estados tienden a ver fragmentarse los lazos de su sociedad, las instituciones jurídicas y sus territorios, cediendo parte de éstos a estructuras delincuenciales, mientras otros siguen controlados por miembros corruptos del ejército y las policías regulares. En suma, la comunidad y la vida de los ciudadanos resultan drásticamente alteradas por la gobernanza criminal y los operativos -espasmódicos- de saturación policial carentes de institucionalidad, plagando las comunidades de agresores sexuales, maltratadores de niños, adolescentes, mujeres y adultos mayores.
No perdamos de vista que tanto víctimas como victimarios incluso, más allá de las huellas dejadas tras la agresión propinada o sufrida -especialmente en el caso de niños y niñas-, son prisioneros de una red de miedo que se ha instalado en ellos y se encuentra fuera de su control. Aquí, conviene aclarar que si bien, a la larga, la herida que ha sufrido la mente no siempre sana por completo, mayoritariamente -y sin ánimo de caer en prescripciones tácticas- hay enfoques que pueden ayudar. En primer lugar, documentar y reconocer las violaciones de los derechos humanos puede dignificar los rastros candentes que quedan en la memoria de quienes han sobrevivido al terror y la violencia organizada.
En segundo lugar, valiéndose del deporte y de terapias de exposición narrativa, volver a tejer el contenido de los recuerdos “calientes” en redes de recuerdos “fríos” puede aliviar las “quemaduras” del trauma psicológico y han constituido estrategias exitosas en varias partes del mundo en conflicto. Una de esas experiencias es venezolana, se trata del “Proyecto Alcatraz” de la fundación Santa Teresa, que desde 2003 ha logrado desmovilizar 11 bandas delincuenciales y transformar a 82 de sus miembros en atletas de alto rendimiento e insertar a 15 en la selección nacional de rugby. Otros integrantes de las bandas se han convertido en entrenadores deportivos de más de una decena de escuelas, incidiendo sobre alrededor de 2.000 niños, de los cuales 300 integran la liga infantil de rugby. Se estima que hasta el momento se han salvado alrededor de 400 vidas, entre otros logros.
Aquí, nos encontramos frente al poder de catálisis social que tiene como agente propulsor a la sociedad civil organizada venezolana que se deja persuadir por la evidencia científica. Resulta esperanzador observar cómo una organización minúscula -frente al poder del Estado- fue capaz de gestionar tanto recursos técnicos-económicos, como la motivación y las actitudes, para acometer una tarea de tan alto impacto. Sin duda, un ejemplo a seguir y una señal clara de que no estamos solos, ni de manos atadas, frente a la avalancha de violencia que asola nuestra desmantelada república.
Equipo del Observatorio Venezolano de Violencia en Guárico (OVV Guárico)