Como suele pasar con muchas nociones y conceptos que demandan cierto nivel de abstracción, la violencia estructural tiende a ser difícil de digerir y, por lo tanto, a pasar desapercibida e incomprendida. Su historia se remonta a finales de la década de los sesenta del siglo XX, cuando el concepto fue acuñado por Galtung para aludir, principalmente, a “la privación de los derechos fundamentales (…) o una disminución del nivel real de satisfacción de las necesidades básicas por debajo de lo que es potencialmente posible” que termina propiciando, tarde o temprano, una amenaza real cuya sombra se proyecta sobre la existencia, es decir, la vida misma de los ciudadanos sin que estos -muchas veces- logren percatarse de su origen, sus causas o sus verdaderos responsables. “La violencia estructural deja marcas no sólo en el cuerpo humano, sino tam­bién en la mente y en el espíritu. (…) Puede ser considerada como parte de la explotación, o como un refuerzo del aparato de dominación del sistema político y económico de la estructura”. También, es nominalizada como sinónimo de “violencia indirecta o injusticia social”, y no exenta de engaños e intenciones sistemáticamente pensadas, constituye un tipo de violencia donde el sujeto que la provoca rara vez puede ser identificado. En palabras de Galtung, “La violencia se ejerce aunque no existan actores concretos a los que se pueda señalar atacando directamente a otros, como cuando una persona mata a alguien”.

Si bien proteger a la población contra todas las formas de violencia es un derecho fundamental garantizado por múltiples convenciones internacionales sobre los derechos humanos, los alarmantes niveles de insatisfacción de necesidades básicas reportados en la encuesta nacional sobre condiciones de vida (Encovi 2021), permiten visualizar el alcance de la violencia estructural padecida por la población guariqueña, donde 93% de los hogares viven por debajo de la línea de pobreza, 69% de los cuales lo hacen por debajo de la línea de pobreza extrema; 99,2% enfrentan inseguridad alimentaria leve y 73,4% inseguridad alimentaria de moderada a severa; 14,3% residen en viviendas inadecuadas y cerca del 36% confrontan severos déficits de servicios públicos. Los indicadores de desnutrición infantil señalan que 8,9% de los niños menores de 5 años presentan peso inferior a la edad, 5,5% peso inferior a la estatura y 34% talla inferior a la edad. Las tasas de mortalidad en niños menores de 5 años e infantil se sitúa en 32 y 28 respectivamente, son algunas de las manifestaciones del fenómeno identificadas por el grueso de la población como parte de las dificultades ordinarias de la vida.

Esta violencia estructural termina dando rienda suelta a las más insólitas expresiones de miseria y deshumanización de la existencia. Es el caso del sistema regional de salud, con su indiscriminada carencia de personal especializado y bien remunerado. Servicios como agua potable, energía eléctrica, limpieza, alimentación e insumos que convergen en el horror de una red de ambulatorios y hospitales en ruinas. Pero también es el caso de los pacientes trasplantados y con enfermedades crónicas, quienes dependen de medicamentos de alto costo, cuya provisión descansa única y exclusivamente sobre actores estatales, lo que ha supuesto una sentencia de muerte casi segura para muchos. Tragedia similar sufren los pacientes oncológicos (quimio y radio terapia) y en general aquellos que dependen de los servicios públicos de diálisis, ya que padecer una de estas condiciones implica la suspensión recurrente de los tratamientos, bien porque no se dispone de los insumos para la desinfección apropiada de los equipos para diálisis, o porque la provisión constante y completa de fármacos es prácticamente inexistente.

Resulta difícil ponderar el verdadero alcance de los daños que este tipo de violencia tiene sobre la población venezolana ya que, desde hace mucho tiempo, no se dispone de las estadísticas básicas de ese o cualquier otro sector de la vida nacional. Excepcional mención merece la poca certeza que existe acerca de la población real del país. Aquí conviene enfatizar el silencio de muchos actores estatales que prevalece alrededor de la migración. No se sabe cuántos se han ido, e incluso, dependemos de las estadísticas de los países receptores para imaginar la magnitud de uno de los éxodos de mayor importancia a nivel mundial (en ausencia de alguna catástrofe natural o conflicto armado entre países vecinos) del que tengamos memoria. Si la pérdida del llamado “bono demográfico” ha terminado por hacer de la migración forzada uno de los retrocesos más atroces que ha enfrentado nuestra vida republicana, por el camino inverso, los “dejados atrás” representan la otra cara de la misma moneda: familias enteras desarticuladas con ancianos, niños, mujeres y hombres con distintas discapacidades y patologías que se quedaron sin sus familiares cercanos y les toca enfrentar, solos, la bancarrota moral y social en la que se encuentra el país.

Por lo general, cuando nos referimos a los “dejados atrás”, no son pocos los que se enredan al momento de señalar al o los culpables; de hecho, casi siempre lo(s) confunden con un padre, una madre, o un hermano intrínsecamente malo(a), desalmado(a), una entidad sin sentimientos, no pocas veces acusados de no importarles sus familiares, etc. En el fondo, la premisa mayor encierra una acusación contra quienes también son víctimas. Solo que, paradójicamente, estas personas que se vieron forzadas a abandonar su país -con todas las implicaciones emocionales y materiales que esto supone- también están condenadas a cargar con la culpa de abandonar a sus “seres queridos”. Pero ¿Qué o quienes impulsaron la migración forzada? ¿Qué fuerza hace que más de 6 millones de personas abandonen un país en menos de cinco años? Cuando uno intenta responder estas y otras interrogantes sobre lo que ocurre, nos percatamos de que el gran mérito de Galtung fue acotar el concepto de violencia estructural hasta convertirlo en un código e instrumento efectivo para describir y abordar nuestra esquiva cotidianidad. Decía el autor “La víctima de la violencia personal, por lo general, la percibe y puede quejarse, mientras que la víctima de la violencia estructural puede ser persuadida de no percibir esto en absoluto. (…) La violencia estructural es silenciosa, no se muestra, es esencialmente estática. En una sociedad estática, se registrará la violencia personal, mientras que la violencia estructural puede verse tan natural como el aire que nos rodea”.

En síntesis, si no prestamos atención, seremos observadores incautos de campañas de difusión plagadas de inmediatez y banalidades, cuyo “astuto” lente siempre muestra como culpables al bloqueo, el jefe de servicio, al migrante que abandono su familia, a la industria y un largo etcétera.

Equipo del Observatorio Venezolano de Violencia en Guárico