Papel Literario
Nelson Rivera
Foto: Gloria Perdomo / El Ucabista

Octubre 4, 2020

“No es cierto ese país de sumisos y holgazanes que se muestra en redes sociales: hay mucha gente con ganas de luchar, que no aparece en los periódicos y que no es indolente o egoísta frente al dolor de las otras personas”

—Decía Asdrúbal Baptista que el auge de la riqueza que se inició alrededor de 1920 había culminado en 1970. Desde entonces, se habría iniciado el declive. A lo anterior tocaría sumar la destrucción a la que ha sido sometida la república en las dos últimas décadas: 50 años en descenso. ¿Entienden los venezolanos que el nuestro no es un país rico? 

—Lo que aprecio es que un sector de la población nunca percibió que pertenecía a un país rico. Para un amplio número de venezolanos, había una distancia entre lo que se decía de la riqueza del país y sus realidades de vida. Desde siempre, aún en aquellos años en los que se hablaba de la bonanza petrolera, uno se montaba en autobuses con los asientos rotos y en los que te sentías afortunado cuando lograbas subir, aunque ibas apretado en una masa de personas con dificultad para respirar. En muchas zonas el servicio de agua no era regular, muchas viviendas eran precarias e inseguras. Cuando se hablaba de un país petrolero, con muchos ingresos, no se podía percibir el tamaño y la magnitud de esa riqueza, porque había problemas con los servicios básicos. En muchas regiones y sectores del país no se evidenciaba esa riqueza material.

Aquí estoy respondiendo desde mi perspectiva: más de diez años de trabajo diario en El Guarataro, en la época de la bonanza petrolera; después, más de dos décadas en los barrios de Petare, compartiendo con comunidades en las que, como en Los Topitos, durante tres décadas no había llegado nunca el agua por tuberías, a pesar de estar ubicado a menos de 200 metros del principal surtidor de agua para todo el municipio Sucre. Me tocó recorrer todos los municipios de Miranda cuando nos organizábamos para crear organizaciones sociales que brindasen protección a la niñez, y en todas partes encontré penuria, servicios públicos inexistentes, familias a las que no les alcanzaba el salario para sustentar a sus hijos.

Aunque el país tenía muchos ingresos, no lográbamos percibir esa riqueza que nos debía alcanzar a todos. Cuando nos enteramos de que eran muchas las familias que viajaban a Miami, o que sus hijos estaban recibiendo becas y salían del país, la mayoría de la población pensaba que esa riqueza del Estado era algo que acaparaban o disfrutaban unos pocos, quizás personas cercanas a los dirigentes, pero no una oportunidad que era accesible a todas las personas. La percepción propia era que había un grupo de gente acomodada a quienes les llegaba fácil un dinero que era abundante y gastaban a manos llenas. De alguna forma se sentía rabia o rencor por esas personas que se valoraban como corruptas o “aprovechadoras”, quienes no tenían escrúpulos para acceder a la riqueza. Quizás la mayoría de la población no entendía que teníamos un país petrolero, que la extracción y venta del petróleo era una  oportunidad que tuvieron los dirigentes para redistribuir recursos e invertir en un desarrollo  económico e  institucional que nos podría beneficiar a todos.

Ahora uno puede afirmar que no entendimos que sí tuvimos una enorme riqueza, medida en ingresos públicos y que los buenos gerentes, los que tenían capacidad para promover desarrollo, no tuvieron el respaldo político e institucional que requerían. Muchos tuvieron poder político y económico, pero no supieron o no decidieron aprovechar esta riqueza para potenciar el desarrollo económico, social e institucional; tuvieron una mirada muy corta algunos, otros fueron incapaces y otro amplio sector se dedicó a robar y a brindar amplias oportunidades para la corrupción.

Pero, además, no sabíamos que éramos ricos al tener electricidad todo el tiempo y prácticamente gratuita, vimos siempre como algo lógico, normal, el precio de la gasolina o los costos del transporte, el funcionamiento del Metro nos sorprendió y por mucho tiempo fue percibido como un lujo que habíamos alcanzado. El acceso gratuito a las escuelas y universidades, la existencia y los costos accesibles de las medicinas, la posibilidad que tenía hasta el más humilde trabajador de comprar unos bloques y cabillas, e ir construyendo poco a poco su vivienda, transformando el ranchito en una casa segura. Esas oportunidades no se apreciaban como tales, sino que se percibían como algo que estaba allí, casi “naturalmente”.

No nos sentimos partícipes de la riqueza del país, teníamos claro que no éramos ricos, pero tampoco nunca nos vimos como “pobres”. Repasando mis recuerdos, incluso las familias que vivían en zonas que se calificaban de barrios pobres no se veían a sí mismos como  “marginados” o “indigentes”. De hecho, siempre recuerdo que en El Guarataro quienes vivían en El Obispo, o en Mansión, afirmaban que los pobres eran los que vivían en La Acequia, que era la parte alta del barrio donde las viviendas eran precarias, sin tuberías de aguas servidas en algunas zonas, sin escaleras para acceder a su calle. Pero también se tenía cierta conciencia de cómo eran percibidos por otros barrios y sectores, y por ejemplo, cuando alguien buscaba trabajo en su dirección indicaba “San Martín” o “San Juan”, no indicaba el nombre del barrio para evitar la etiqueta de «pobre», «marginal» o «peligroso».

Efectivamente había una cierta división social, un prejuicio que era evidente y efectivo para categorizar a las personas pobres como “marginales”, “flojos” o “peligrosos” (o los tres calificativos a la vez). Muchos de los barrios eran identificados como “zona roja”.

—¿Aceptamos nuestra condición de país pobre?

—Sí nos llamamos pobres, pero es importante observar que cambió esa arraigada creencia de la pobreza como una condición que es propia de personas con un perfil o características cuestionables. El deterioro de las condiciones de vida, el no disponer ni de los servicios más básicos, el sorprenderse al comprobar que ni el salario ni los ingresos adicionales que se pueden tener son suficientes para comprar los alimentos nos permiten constatar que ahora somos pobres. Que en Venezuela no tenemos oportunidades, y que no hay esperanzas de salir de la pobreza, ni con un trabajo adicional, ni completando los estudios. Esta situación de empobrecimiento generalizado nos alcanzó a todos y no tenemos opciones para salir de la pobreza por nosotros mismos. Esta percepción caracteriza por igual a las familias que tienen trabajo, que lograron tener una formación profesional o universitaria, a los pequeños comerciantes, y a las familias que residen en los barrios pobres, los que siempre habían sido calificados como zonas de pobreza.

—Se ha repetido, a lo largo de un siglo, que los venezolanos somos propietarios de la riqueza petrolera. Así, nuestra pobreza sería producto de una injusticia: la causada por la mala administración o la corrupción. ¿Cuál es el estatuto hoy de esa idea? ¿Se ha potenciado bajo la incalculable corruptela de las últimas dos décadas? ¿Somos más víctimas que antes?

—Efectivamente, es una idea fuerte que no cambia: seguimos pensando que los gobernantes, los ricos, los que tienen poder tienen acaparada la riqueza, y hay es que obligarles para que ese dinero o los bienes lleguen al pueblo. No conocemos ni entendemos de dónde o cómo ingresa el dinero al Estado, la importancia de una gerencia con capacidades, que se requiere incluso para garantizar que se reciban esos ingresos que provienen de lo que está en el subsuelo, en la riqueza natural. Pero, cada vez más, queda claro que tanto el gobierno como la sociedad deben tomar medidas y adoptar comportamientos que permitan cuidar los servicios, aportar para la generación de ingresos. De alguna forma un mayor número de personas tiene conciencia de la importancia de gerenciar las empresas y servicios con honestidad y con capacidades técnicas, también sobre las consecuencias de omitir lo que son obligaciones del Estado.

Pero también se generaliza la convicción o el sentimiento de que muy pocos tienen mucho dinero mal habido de la corrupción, y que su avaricia y egoísmo es la causa principal de tanta penuria y privaciones. La mayoría de las personas parece afirmar que si el Estado estuviese a cargo de personas que no roban, rápidamente el bienestar llegaría, porque se invertirían los recursos en mantenimiento, obras, servicios, y si no robaran, como existen muchos recursos, el cambio sería evidente. Creo que no hay claridad sobre el significado para el país del derrumbe del precio del petróleo, o de la destrucción de lo poco que lograba sostenerse en producción agropecuaria. Si esta es la visión, es verdad que somos más víctimas que antes, porque estaremos pensando que la culpa es de otro, que tiene poder, y no se ve clara la prioridad del aporte de cada quien, desde su lugar, para sostener la producción y los servicios que necesitamos activar, para superar la emergencia social y la crisis institucional que afrontamos.

Tampoco queda claro cómo nuestro trabajo aporta para que la sociedad o la familia pueda superar la pobreza. Porque no se ve la relación entre nuestra actuación honesta al prestar un servicio, o la importancia de la calidad de nuestro desempeño al cumplir una jornada laboral, y la buena marcha de ese servicio o la sostenibilidad de la economía. Han sido muchos años de  mensajes que enseñan que quien trabaja bien es “jala mecate”, o que “si cumples en el trabajo nadie te lo agradecerá”, o, más claramente, que  “trabajando uno no se hace rico”. El aprendizaje que el gobierno logró propagar fue la afirmación de que quien tiene empresas y riqueza fue porque robó, o porque era avaro y un explotador. Que lo que produce no es por trabajar e invertir, sino por quitarle al pobre, o por robarle al Estado una riqueza que es de todos. Que los demás tienen dinero “que te han quitado”, y por ello existen los ricos y sus empresas o comercios. Este es un razonamiento mágico, materialista, que supone que si alguien se coloca en el escritorio del director, o en medio de una hacienda que produce tomate, sólo por asumir la propiedad y poseer la maquinaria o los muebles, en forma automática, surge la renta y los ingresos. Es un pensamiento que ignora y desprecia la importancia del conocimiento, de la dedicación, del cuidado diario, el mantenimiento y la exigencia propia y del conjunto en el cumplimiento de metas.

—Hay autores que hablan de una mentalidad de la pobreza. Esa mentalidad tendría algunas características: apego al presente y falta de visión de futuro, ausencia de una cultura de la productividad, sensación de que el trabajo es un castigo, poca disposición al ahorro. ¿La cultura petrolera en Venezuela ha devenido, acaso, en una mentalidad de pobreza? ¿Una sociedad que vive a la expectativa de unos subsidios está siendo estimulada hacia esa cultura de la pobreza?

—Los expertos indican que no existe una mentalidad que sea propia de determinadas personas o grupos pobres, o que adquieren mentalidad de pobres. En este sentido hay una crítica a los teóricos que indicaba que determinados grupos eran dependientes por razones “antropológicas” o por su origen étnico o social. Este tipo de afirmación se generalizó en las élites del país, lo que generó muchas injusticias, discriminación, pero también alimentó el surgimiento del chavismo como ideología y el movimiento político de “reivindicación de los desposeídos” y para la lucha de clases.

Desde la psicología social, autores como Maritza Montero analizan cómo la desesperanza se aprende; la inmediatez y la incapacidad para planificar tiene que ver con un aprendizaje social que resulta de privaciones continuadas, de incapacidad de planificar porque los ingresos fluctúan y dependen de situaciones que las personas no controlan, de promesas incumplidas, de normativas y reglas del juego que cambian arbitrariamente. Con el deterioro del Estado de Derecho, la arbitrariedad y el abuso de poder, las personas aprenden sobre la existencia de “Otros poderosos”, la posibilidad de acceder y obtener depende de si tienes “un pana” o una palanca que funciona. Incluso en lo privado, si ahorras puede ocurrir que en el banco te roben el dinero o que la inflación te convierta en pobre.

Desde esta perspectiva,  no es verdad que las personas son pobres porque les gusta, o porque lo eligen, o porque es una mentalidad innata que les lleva a esa circunstancia. La mentalidad de la pobreza se relaciona con una formación política que, en forma muy efectiva, han emprendido los partidos políticos usando el populismo, mostrando evidencias que demuestra que quien se calle y no critica “recibe su caja CLAP completa”; a quien protesta porque no ha tenido el servicio de agua por 20 días lo sacan de la lista de beneficiario de la caja y no le vuelven a vender: es una enseñanza basada en premios y castigos, que tiene efectos en el comportamiento de la población. Esta formación en el clientelismo, la manipulación y el engaño tiene consecuencias educativas muy relevantes. Es una pedagogía que modela sentimientos, normas sociales,  conductas, con capacidad para  promover pautas culturales, hábitos,  estilos y  dinámicas de interacción entre las personas, con las instituciones, que  se arraigan en la cultura y resultan muy difíciles de transformar. Así como el niño no  quiere separarse de la madre, a pesar de su maltrato y su crueldad, porque es la única relación que conoce y a la que está habituado, igualmente las personas sometidas a condiciones de pobreza extrema entienden que el gobierno es bueno porque le da un bono o hace llegar la caja, y  así le demuestra que efectivamente ese presidente o alcalde les ha tomado en cuenta, le trae la comida, “los tiene en su lista”.  No hay otra forma de acceder a esos ingresos, ni de conseguir esos alimentos. Todo depende de ese salvador o benefactor que tiene el poder y los recursos.

—Escucho a menudo esta afirmación: nos hemos acostumbrado al deterioro de la calidad de la vida. ¿Es así? ¿Se está normalizando la experiencia de ser cada vez más pobres? 

—No es verdad, hay una frustración manifiesta en la mayoría de las personas que, aunque han afrontado privaciones importantes, precariedad, falta de recursos, se han visto despojadas de servicios y de oportunidades que tuvieron y con las que ahora no cuentan. Quien cocinó con gas y ahora sólo puede cocinar con leña o con la cocinita eléctrica cuando hay luz no se resigna y lamenta soportar este padecimiento. De hecho, vive lamentando su forma de vivir y las limitaciones que padece.

Sin embargo, en lo que sí aprecio certeza es en esto de la “normalización de la pobreza”. Uno escucha a señoras muy humildes, que viven en precariedad y que ya no cuentan con servicios, lamentar que a algunas  personas “miserables” no les preocupa la situación porque “no tienen aspiraciones”, “toleran cualquier cosa”, “están pendientes de  recibir cualquier cosa”, sin que les importe la calidad de lo que les regalen, porque “no les gusta trabajar” o “están pendientes de recibir ayudas”. Quiero decir que este cuestionamiento de normalizar la pobreza y las condiciones de vida míseras se aprecia como algo negativo que se ve en otras personas, pero que no es la percepción que tienen de sí mismas las familias, la comunidad.

Por otra parte, poder acceder a medios que permiten resolver o “rebuscarse”, aunque sea en precariedad, otorga a las personas una visión de no ser dependientes, no estar “sometidos”. De alguna manera indica que estos “emprendedores” no se perciben como pobres, o no perciben su pobreza como pauperización, indigencia o miseria. Me da la sensación de que lo que percibía de personas que vivían en barrios muy pobres tres décadas atrás lo observo ahora en la clase media convertida en pobre: que, a pesar de la reducción de sus ingresos, la pérdida de su calidad de vida, asumen que los pobres son sólo los que comen de la basura, los que mendigan en las calles, los que tienen a sus hijos enfermos con desnutrición.

En algunas de las calles, quienes cuidan los carros pueden recibir unos centavos de dólar “por su trabajo o sus servicios”, quien tiene un tanque de agua en su casa o quien puede comprar gasolina para trasladarse en su vehículo se ven a sí mismos como unos privilegiados, y aprecian una distancia importante entre su situación y aquellos a los que llama “pobres”.

—¿Cómo percibe ahora, la tensión entre esperanza y desesperanza? ¿Se han debilitado las energías espirituales de la sociedad venezolana, el ánimo para luchar y salir adelante? ¿Seguimos siendo la sociedad optimista que a menudo se invoca?

—En un amplio sector del país se ha perdido la ilusión, se puede hablar de  una desesperanza porque, a pesar de lo mucho que se haga, a pesar de tanta dedicación y empeño, no se alcanzan logros significativos, cambios que sean promisorios de mejoras en la calidad de vida, y esto afecta, determina que las personas sientan que no será posible avanzar ni siquiera un poco, que el derrumbe material, organizativo y moral es insuperable. Esto ocurre hasta en lo más inmediato o cotidiano, la carestía de los productos más básicos: frente a esto las personas “guerreras” se redoblan en trabajos, venden lo que pueden, logran tener el dinero, y de repente, otro aumento, de forma repentina, arbitraria, sin explicación, te vuelves “a quedar en la lona”, con las manos vacías, y sin ver otra oportunidad. También puede ocurrir que conseguiste ese ingreso extra, y te roban, te alegras porque estás bien, “no te pasó nada”, pero igual, con las manos vacías, tus posibilidades dependen del azar, de cruzarte o no en el camino con unos delincuentes. Así de inerme está el ciudadano común.

Sin embargo, es importante observar una cualidad que es propia de ese optimismo del venezolano y que nos explica: en medio de tanta contrariedad y dificultades, las personas perciben que tienen conquistas cotidianas. La señora que hizo esa cola de varias horas y consiguió “la caja”, o la que se fue a la toma de agua y se trajo dos tobos llenos de agua. O quien aprovecha al máximo y lava toda la ropa sucia el día que llega el agua a la casa; esos logros son de celebración, es un subidón de ánimo al comprobar todo lo que logras hacer con 20 minutos de agua, te felicitas por tu capacidad resolutiva, te sientes heroína, proveedora, trajiste a la casa lo que necesitaba tu familia. Es un día de logro, no se vive con amargura o rabia, te llenas de esperanza porque compruebas que en medio de tantas dificultades sabes cómo echar   pa´lante. Cuentas lo que hiciste, con la confianza en que nada ni nadie te amilana, tienes esperanza en que puedes afrontar lo que se ponga por delante. La señora en la casa se percibe como una guerrera.

—Industria petrolera al borde del colapso. Envejecimiento de la población y pérdida del bono demográfico. Población desnutrida. Bajos niveles de acceso a la educación. Aparato productivo del país en estado de semirruina. Y una perspectiva mundial de declive en el uso de las energías fósiles. ¿Cómo se siente usted ante esta perspectiva? ¿Qué país tenemos por delante? ¿Acaso una Venezuela que inevitablemente ingresará en la categoría de los países más pobres? 

—Venezuela sigue teniendo muchas oportunidades. El conocimiento y la experiencia de muchos profesionales que siguen en el país y los que van a retornar, la fertilidad de las tierras, el potencial turístico de playas y montañas y de su clima, los recursos hídricos, la riqueza mineral, la añoranza del país que tuvimos y las ganas de reconstruir el país en lo que tengamos condiciones políticas e institucionales así lo sugieren. Pero hay dos grandes obstáculos: uno, el poderío de la delincuencia armada, fortalecida con organizaciones delictivas, con fuertes nexos nacionales e internacionales con guerrilla, narcotráfico y terrorismo, y dos, el autoritarismo y lo precario de nuestra formación democrática, que afecta a los gobernantes y a la sociedad. Los dirigentes se han empeñado en ostentar el cargo para mostrar o imponer su poder, pero no logran asumirse como líderes de un trabajo conjunto y de esfuerzo compartido. En cambio, se requiere de líderes que convoquen, que expliquen la complejidad del problema y la prioridad del trabajo conjunto, mostrando qué puede hacer cada sector. La sociedad no sólo está para pedir y recibir, también le corresponderá hacer esfuerzos, contribuir, criticar, pero poniendo el hombro y mostrando logros que serán ilustrativos de las transformaciones que deben ser emprendidas. Las organizaciones sociales y comunitarias pueden ser corresponsables de los cambios que hay que forjar, pero para ello debe garantizarse su libertad para presentar críticas y proponer aportes, para el desempeño de su derecho de participación en la gestión pública, tal como lo demanda el artículo 62 de la Constitución. Es una gran torpeza la que muestra el gobernante que persigue al disidente y lo acusa de enemigo; con esa actuación se muestra como incapaz de identificar y resolver los problemas, y queda muy claro que es el único responsable de los errores, omisiones y daños que causa su mal gobierno. El miedo a la participación y a la democracia se ha profundizado con el gobierno actual que prefiere reprimir en lugar de escuchar, y eso también es un aprendizaje sobre cómo se gerencia en política para mantener el poder, que es prioridad, sin importar que el costo sean pérdidas de vidas humanas, daños irreparables y permanentes, y oportunidades y derechos vulnerados.

—¿Hay conciencia en el liderazgo y en las instituciones —sin incluir en ello a los entes gubernamentales— sobre las complejísimas perspectivas y desafíos de Venezuela hacia el mediano y largo plazo? 

—Creo que el liderazgo social  del país está concentrado y hasta agobiado en la sobrevivencia, en garantizar el funcionamiento de lo inmediato, lo cotidiano, que es muy duro y  muy difícil de resolver. Se tiene claro que los desafíos son y serán muchísimos, pero siento que no se cuenta con una visión compartida de mediano y largo plazo.

Hay un liderazgo emergente, diría que en proceso de fortalecimiento, que está desarrollando muchas capacidades para afrontar la emergencia, conociendo las realidades sociales, la complejidad de los problemas y trabajando junto a otras organizaciones e instituciones: esta movilización está habilitando un tejido social importante. Creo que de ese trabajo que se realiza para enfrentar la emergencia humanitaria, con grupos que trabajan en educación, atención a la emergencia sanitaria, programas de protección a la niñez, entre otros, allí está apareciendo un movimiento social, una visión de país y del horizonte de la transformación, y por ello valoro mucho los espacios de encuentro, de reflexión compartida, para identificar debilidades, la magnitud de los problemas y la demanda que debe ser exigida. También valoro mucho que no se trata de grupos que están distantes, viendo los problemas con indiferencia, sino que están haciendo contribuciones, en contacto directo con los problemas.

—Esta posibilidad: que el profundo y extendido empobrecimiento que está viviendo el país estimule una cultura de la victimización. Que derivemos en una sociedad de víctimas, a la espera de salvadores y auxilios externos. ¿Es posible?

—Sí, claro, efectivamente la gravedad de lo que ocurre y lo inerme y desvalido del ciudadano común para afrontar tantas privaciones y dificultades genera una victimización, no percibida, sino real. Por otra parte, hay todo un esfuerzo institucional del gobierno para cimentar la cultura de la dependencia, la subordinación al Estado o la visión del gobernante como salvador. Es muy posible que esto ocurra y hay muchas personas con poder, con interés en que este tipo de relación se mantenga y prevalezca.

Sin embargo, Nelson, la experiencia en el trabajo social y comunitario me enseña que la mayoría del país está formado por personas luchadoras, quienes hacen esfuerzos no sólo para sobrellevar su situación sino para ayudar a quienes lo necesitan. Son las maestras con un salario simbólico, que gastan más de lo que ganan al trasladarse al colegio, pero que siguen con sus estudiantes, y en lugar de lamentarse, te plantean problemas que afrontan sus alumnos para intentar solucionarlos. Señoras y jóvenes del barrio que, cuando les convocas a un trabajo social para atender a las familias, se animan de inmediato y apoyan un voluntariado para identificar los hogares de mayor pobreza, y hacerles llegar medicinas, alimentos u otros recursos que requiera. Esto lo veíamos en Petare, en Antímano, en Barquisimeto, y yo pensaba: “Bueno, son comunidades excepcionales, con una importante tradición de organización comunitaria”. Pero el año pasado participé con distintas organizaciones haciendo una especie de inventario sobre iniciativas sociales, y me sorprendió conocer que, en momentos de mayor privación y precariedad, se fortalecieron organizaciones que uno pensaría que no podrían seguir funcionando, y florecieron iniciativas de solidaridad social, de  un altruismo que expresa resiliencia para desarrollar capacidades al enfrentar o evidenciar la vulnerabilidad, daños o pérdidas en personas cercanas. Eran muchas, en todos los territorios de la geografía nacional. Muchos grupos organizaron comedores comunitarios, o preparaban comidas que llevaban a las escuelas para garantizar una comida diaria a estudiantes que estaban pasando hambre; muchos de estos grupos eran espontáneos, no tenían inspiración o apoyo de grupos políticos o religiosos.  Era conmovedor y de alguna manera nos confirma que no es cierto ese país de sumisos y holgazanes que se muestra en redes sociales: hay mucha gente con ganas de luchar, que no aparece en los periódicos y que no es indolente o egoísta frente al dolor de las otras personas.

—Por último: ¿han calado los miedos en la sociedad venezolana?  ¿Estamos tomados, acosados por miedos e incertidumbres? ¿Tiene usted miedo por el futuro de Venezuela?

Más que miedo, incertidumbre. Pareciera que lo que pase en el país depende de qué hacen con el país los grupos de poder económico y político que ven en Venezuela un Estado en el cual tienen intereses. Evidentemente, por un tiempo importante será necesaria la ayuda internacional para afrontar la situación de emergencia humanitaria compleja que se vive. Hay un miedo, ansiedad o angustia principal, la ansiedad de no saber si en los próximos días o semanas se contará con alimentos suficientes, si los hospitales podrán tener la dotación, los servicios y los equipos el día que te enfermes o que un familiar cercano los requiera.

Es un miedo o ansiedad ante el cual no tienes muchas opciones, depende de la naturaleza de la enfermedad o de un accidente que puedas tener; depende del azar en cuanto a que ese día estén los médicos allí o que tengan cómo brindar atención, en el centro público o en el privado. El miedo a la delincuencia o a la intervención represiva de un Estado autoritario puedes sentir que relativamente lo controlas, porque  la socialización te ha enseñado a qué horas salir, por qué trayectos o cómo actuar frente al delincuente. Y el Estado violador de derechos humanos también ha enseñado lo que es capaz de hacer por retaliación política, o para amedrentar la protesta ciudadana, y cómo gestionar estos miedos, si bien es, parcialmente, una decisión personal. Depende ante todo de la capacidad del delincuente de decidir cuánto daño o agresión impone.

En este contexto el futuro de Venezuela inspira efectivamente preocupación  y temor, y no se ven opciones que alimenten  una esperanza. Un país y una población es efectivamente muy pobre cuando ni siquiera encuentra una oportunidad para afrontar la situación con sus fuerzas y recursos; cuando la opción que queda es recibir la ayuda y las prescripciones que otros nos quieran dispensar o imponer. Se vive con miedo y ansiedad cuando se ha perdido la soberanía para decidir qué comer, cuándo tendrás agua, por dónde puedo transitar y cuándo no existe ningún lugar o instancia a quien reclamar cívicamente las fallas de los servicios básicos.

Y claro, por supuesto que hay que temer y tener miedo con razones fundadas, si  los funcionarios de policía se sienten facultados para decidir quién vive y quién muere, quién es culpable y quién es inocente, si no existe independencia entre los poderes públicos y tu vida o libertad dependen del cargo o poder que tenga el sargento, el funcionario o el civil armado que impone la Ley por cuenta propia. En contextos de anarquía y de ausencia de Estado de Derecho, es humano tener miedo, y para quienes gobiernan, resulta muy eficaz y provechoso, intimidar, reprimir y promover la indefensión.

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