El Nacional
Miguel Henrique Otero

9 de enero de 2022.

Hay que leer el Informe Anual de Violencia 2021, producido por el Observatorio Venezolano de la Violencia y el Laboratorio de Ciencias Sociales ―bajo la experimentada y rigurosa dirección de Roberto Briceño-León, ahora con presencia en varias regiones del país―, para constatar que los hechos que diariamente reporta el periodismo venezolano sobre la criminalidad, y las experiencias narradas por los ciudadanos en las redes sociales, son fenómenos sociales científicamente verificados, que afectan las vidas de las familias y causan un profundo impacto en la cotidianidad venezolana, que es la de vivir con miedo, bajo el asedio de una real probabilidad: la de perder la vida cualquier día, a cualquier hora, en cualquier circunstancia.

Brevemente mencionaré aquí solo algunas de las tendencias que documenta el Informe: cada día ―repito, cada día―, 8,5 personas mueren por la acción de los delincuentes; 6,3, como producto de ejecuciones extrajudiciales (la única política pública del Estado asesino que encabeza Nicolás Maduro); otros 11 son asesinados y entran en las estadísticas bajo la categoría “averiguaciones de muerte”, lo que sugiere, a cualquier lector guiado por el sentido común, que esa denominación no es más que una tapadera para disfrazar lo que muy probablemente son también, en su mayoría, ejecuciones extrajudiciales.

Pero hay un dato en estos promedios que debería encender las alarmas de ciudadanos y de la sociedad organizada: cada día desaparecen 4,4 personas en Venezuela. Desaparecen, de forma acusada, en zonas donde la criminalidad es más alta. ¿De qué tratan esas desapariciones? ¿Más ejecuciones extrajudiciales? ¿Ejecuciones cometidas por las bandas armadas que pululan a sus anchas por el país y que “desaparecen” a aquellos que incomodan o compiten con sus planes? ¿Acaso, en ese dato, están incluidas las personas que han sido reclutadas por las narcoguerrillas y que abandonan sus hogares sin dar una explicación? ¿O hay algunos, aunque sea un pequeño porcentaje, que ha huido de país, sin informar de la decisión de migrar, ni siquiera a su familia y círculo más inmediato?

De todo lo anterior ―esto lo afirmo yo, no el Informe aquí comentado― es sostenible concluir: es altamente probable que el programa de ejecuciones extrajudiciales tenga, en realidad, un alcance mucho más grande del que señala la información de los organismos (presentados como “resistencia a la autoridad”), y que bajo los rubros de “averiguaciones de muerte” y “desaparecidos” se oculten, de forma mayoritaria, otros ejecutados sin trámite por las bandas criminales del régimen. Así las cosas, lo que en realidad estaría ocurriendo es que los crímenes cometidos por el Estado están en aumento. Las prácticas de violación de los derechos humanos se estarían intensificando y no lo contrario.

Justo al momento de escribir este artículo llega el caudal de noticias que narran de enfrentamientos en Barrancas del Orinoco (pueblo ubicado en el sur del estado Monagas, cuya población ronda los 31.000 habitantes) y en la región del Arauca, en el sur del estado Apure. A esta hora, la información todavía no es clara. Del primero, se habla de 7 o 9 muertos y un número desconocido de heridos, que estarían refugiados en la zona, intentando evitar a los sicarios. Del segundo, combates entre guerrillas de Ejército de Liberación Nacional ―ELN― y grupos disidentes de las FARC se han publicado distintas contabilidades, 17, 20, 24 muertos, todas graves, más otras penosas consecuencias, como los desplazamientos forzosos que han afectado a no menos de 2.000 habitantes de los municipios colombianos ubicados al sur del río Arauca.

Estos enfrentamientos confirman que las advertencias, dentro y fuera de Venezuela ―también en este aspecto el Informe Anual de la Violencia 2021 coincide― que han denunciado una expansión de las bandas armadas en nuestro país, tiene fundamento: hay más grupos con respecto a 2019, cada vez con un mayor número de integrantes, potentemente armados, que han diseminado su presencia en otras regiones del territorio. La ausencia de instituciones del Estado y de una sociedad civil organizada, característica de algunas pequeñas poblaciones en varios estados del país, es territorio fértil para la ocupación por parte de bandas delictivas, que someten a los pobladores de las mismas. Atención: esto está ocurriendo en casi todos los estados, de forma más o menos visible.

El proceso de ocupación del territorio por parte de las bandas armadas es simultáneo al proceso de desocupación por parte del Estado: el régimen ha ido retirando las instituciones, declinando sus responsabilidades, limitando sus actuaciones en materia de seguridad, dejando a los ciudadanos en estatuto de indefensión. En una frase: despeja el terreno para que poblaciones y zonas del país pasen a control de esas bandas. Pactan y se repliegan.

Es así como en algunos lugares, como en varios municipios de Apure y Bolívar, por ejemplo, las narcoguerrillas o las bandas mineras, imponen su ley, doblegan a los pobladores, impiden las protestas, actúan como jueces, establecen la pena de muerte para los delincuentes que actúan por su cuenta, controlan la distribución de alimentos y combustibles y, ya hay varios casos documentados, ocupan propiedades y obligan a sus propietarios a venderlas a precios ridículos, y los expulsan de la zona, bajo la amenaza de que si denuncian, los ejecutará a ellos y a sus familiares.

Salvo las zonas burbujas que el régimen ha estimulado en algunas ciudades, las condiciones en el resto del país son extremadamente peligrosas: los ciudadanos, o están sometidos por las alcabalas de militares y policías, doblegados a sus métodos extorsivos, o viven en zonas controladas por la delincuencia. Mientras tanto, los tuiteros de las cápsulas dolarizadas entonan sus alabanzas a la economía de los bodegones, esa economía que invisibiliza a la pobreza.

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