Iberoamérica
Ángel Sastre

21 de julio de 2013

No hay pandillas como en Centroamérica ni carteles como en México, pero Venezuela es el segundo país más violento del mundo por detrás de Honduras.

En el cementerio la Guairita de Caracas, Melena llora la muerte de su hija Sarina. Es la segunda que pierde en un tiroteo. En esta ocasión fue el ex marido quien disparó a bocajarro a la chica de 26 años, dejando huérfano a un niño de ocho. Como en la mayoría de los casos, el asesino sigue suelto, «dando vueltas con su panda en los cerros del Petare», lamenta la madre.

La tumba de Sarina es sencilla, apenas un trozo de pasto con una piedra de cemento. A su lado, Sey-la, la hermana, se toma una cerveza «polar». Apoya el móvil en el suelo y deja sonar temas de reggaetón y Pablo Alborán. «Ella lo habría querido así, nada de lágrimas, sólo música y caña –ron–». Seyla espera que encuentren al asesino, aunque no confía en la Policía. «Cuando murió mi hermana, dos supuestos agentes se acercaron al funeral para ofrecernos ajusticiar al malandro. Decían que sabían dónde estaba pero pedían plata. Los sacamos corriendo», afirma.

En la Guairita es difícil no pisar las tumbas. Muchos familiares no tienen dinero para el sepulcro, tan solo para el hoyo. «Pasa el tiempo y cuesta encontrar el sitio donde fueron enterradas, sin señal ni losa alguna que lo indique», nos explica uno de los guardas del cementerio. Y señala: «Debajo tuyo yacen tres niñas que murieron también en el barrio del Petare». Las hermanas Margarita Sosa, Xeniska Trinidad Olivares y una joven embarazada de 17 años de edad fueron asesinadas a cuchillo por otro novio despechado. Horas después, el homicida era apaleado por los vecinos.

La sangrienta historia tuvo algo de repercusión en los medios locales, anestesiados ante la barbarie. Por su parte, el Gobierno chavista empieza a reconocer el problema y a publicar cifras tras 14 años de silencio.

Al presentar su informe de gestión de 2012, Maduro mencionó 10.000 muertos, sólo los registrados en seis estados del país. No añadió nada más del resto de los 23 estados. La organización no gubernamental Foro Penal Venezolano denunció que el país tiene una tasa de 70 asesinatos por cada 100.000 habitantes, mientras que en diciembre la ONG Observatorio Venezolano de Violencia (OVV) habló de 73 homicidios por cada 100.000 habitantes, con 21.692 víctimas de la violencia criminal en 2012, la segunda tasa de homicidios más alta del mundo después de Honduras. Venezuela tiene una población de poco menos de 30 millones de personas.

Pero en Venezuela no hay pandillas como en Centroamérica, no hay cárteles como en México y en los barrios de Caracas, los jóvenes tampoco luchan por el control de la venta de droga, como ocurre en las favelas de Río de Janeiro.

Alfredo Romero, director del Foro Penal, nos explica que «en nuestro país la gente arregla sus diferencias con violencia. Se han pervertido los valores. La vida no vale nada. Por ejemplo, si el vecino tiene la música alta, tienes celos o una disputa familiar, lo arreglan a tiros». Y pone un ejemplo: «Si tú eres un niño en el colegio y otro compañero te quita un lápiz, tu vas al director para que te lo devuelvan. Pero si el director no te hace caso, vuelves, pegas al niño y recuperas tu lápiz. Aquí pasa igual. Te matan a un hijo y no acudes a la Policía, vas tú mismo y lo matas». «Todos los organismos están corrompidos. La Policía no tiene interés, está involucrada o tienen demasiados casos. Los jueces son puestos a dedo, no por concurso público. Atienden a razones políticas más que a los derechos humanos, y en las cárceles nadie se rehabilita, son escuelas criminales», agrega.

La ley la imponen los presos

Dice un proverbio que es más fácil salir de una cárcel venezolana que entrar. Para un periodista la labor se presenta aún más complicada, aunque hay una opción: acudir a los «pranes», los capos de las prisiones, los que mandan entre los reclusos. A veces acumulan tanto poder que llegan a decidir quién entra y quién sale.

Pablo Ramos es el líder de la cárcel de San Antonio, en la Isla Margarita. Ni siquiera nos pide dinero, lo que quiere es denunciar las condiciones de los reclusos. El guardia sólo nos acompaña hasta una gran reja de hierro. A partir de ahí, la ley la impone Ramos. La única condición es no pasar cámaras. «Es sorprendente que tengáis armas y un periodista no pueda pasar con una portátil», le increpamos. «Eso es complicado y hay que cerrarlo con tiempo con el director. Prefiero no deberle favores, la línea es delgada. A veces es más fácil pasar una recortada que un cortaúñas», asegura, sin que entendamos muy bien a qué se refiere.

En una celda de unos 20 metros cuadrados duermen 10 presos. Sólo hay una litera con cuatro plazas, el resto se apaña con hamacas que cuelgan del techo. A esto hay que sumar la situación de alto riesgo. En otras cárceles del Salvador y Argentina, visitadas por LA RAZÓN durante años anteriores, pudimos observar cuchillos artesanales y tumberas –caños que disparan a presión proyectiles–; nunca armas de alto calibre como las que portaban algunos presos de Isla Margarita. La mayoría, sin camisa ante el agobiante calor, con tatuajes y la cabeza rapada.

Sin embargo, Pablo tiene otro porte. Un tipo educado bien peinado, con camisa a cuadros. Nos acompaña hasta su despacho. Allí sobre una mesa contabilizamos cinco móviles y un ordenador. «Estoy terminando Derecho, sólo me queda la tesis, el abogado que te dio mi teléfono me está ayudando». «¿Sobre qué tema?», preguntamos. «Programas de reinserción», asegura, una materia en la que, irónicamente, podría sentar cátedra.

«Aquí todo tiene un precio, si quieres cama, jabón, la comida, hay que pagarlo. Debes unirte a algún bando para que te protejan, si no eres carnaza para los funcionarios de prisiones. Si quieres ir por el buen camino puedes acercarte a los evangélicos, se han hecho fuertes en las prisiones».

Y prosigue: «A veces, en bautismos y bodas salimos del penal, pero siempre volvemos. Cuando queremos hay rumba con alcohol y mujeres». Ramos no exagera. En diciembre de 2012 fue inaugurada la discoteca «El Yate Club», ubicada en la cárcel de la Isla Margarita. Ese día llegaron hasta el lugar familiares y amigos de los presos en una fiesta que se inició a las 2 p.m. y se prolongó hasta las primeras horas del viernes. El escándalo saltó cuando el hecho fue filtrado a la Prensa, pero «fiestas así hay todos los fines de semana», afirma.

«Todo esto se lo pagamos al director, aunque también podemos controlarlos porque sabemos dónde viven sus hijos y tenemos gente fuera», añade. Además, describe cómo en una ocasión se negó a dejar salir a un testigo clave de un proceso. «Tuvo que llamarme por teléfono la propia ministra de Servicios Penitenciarios, Iris Varela, para pactar su salida», dice.

Pero a veces la tregua se rompe. El 20 de agosto de 2012 tuvo lugar un motín carcelario en el área metropolitana de Caracas, cuando prisioneros armados que se encontraban alojados en el complejo Yare I iniciaron un tiroteo. Murieron 25 personas, una de las cuales estaba de visita.

El sistema carcelario de Venezuela es una olla a presión debido a que si bien sus instalaciones sólo tienen capacidad para albergar a 14.000 presos, en la práctica tienen unos 50.000 reclusos (es decir, una tasa tres veces mayor a la que originalmente le correspondería tener).

Según la ONG Observatorio de Prisiones Venezolano, más de 600 reclusos mueren cada año, y eso no sólo se debe a las condiciones de hacinamiento. Los prisioneros tienen fácil acceso a drogas y armamento pesado como granadas y metralletas. Solo en las cárceles de Venezuela mueren más reclusos que en todas las prisiones juntas de América Latina.

Las masacres carcelarias han sido uno de los obstáculos que atravesó el Gobierno del entonces presidente Hugo Chávez. Después de los motines que tuvieron lugar en 2011 en las prisiones de El Rodeo I y El Rodeo II, donde docenas de presos fueron asesinados, el fallecido presidente creó el Ministerio de Servicios Penitenciarios que todavía mantiene Nicolás Maduro.

Guerra civil en el Petare

Son las dos de la mañana. Por cuarta vez en cuatro años, obtenemos los permisos para patrullar los cerros del Petare, empotrados con una unidad de la Polisucre. Un millón y medio de personas viven hacinadas en casas que desafían la gravedad, viviendas construidas hace más de 20 años en los lomos de las montañas.

En este laberinto de ladrillo mueren una media de 50 personas cada fin de semana por heridas de bala. El sargento Morales lleva dos décadas recorriendo el barrio. Hacen controles de rutina, decomisan drogas y armas. «La cosa ha empeorado, el Gobierno nos ha quitado las armas pesadas, los rifles de asalto, y disolvieron el batallón de choque. Todo porque el departamento está a cargo del alcalde opositor Oscariz. Ahora sólo andamos con estas glon –pistolas– y los ”malandros” tienen mejores armas que nosotros».

La noche se presenta tranquila pese a que es viernes de cobro. «Los moradores se beben todo lo que ganan» asegura Morales. En el recorrido encontramos unidades del ejército pertenecientes al operativo «Patria Segura». «Son paños calientes, el Gobierno no puede costear las horas extra durante mucho tiempo. Además, los militares no tienen competencia para detener a la gente, y lo están haciendo mediante un decreto especial que roza la ilegalidad», afirma el sargento.

Les solicitamos bajarnos de la patrulla y descender por la zona de San Blas, desde lo alto del cerro hasta el llano. Morales nos comenta que la situación empeoró y que ya no es seguro recorrer los callejones a pie. En las anteriores incursiones nunca se habían negado. Tras unos minutos de negociación, le convencemos para bajar junto a otro agente, espalda con espalda, con «la glon» en alto. A los pocos minutos de comenzar el recorrido, dos chicos sin camisa huyen. Morales y su compañero los persiguen. Los seguimos como podemos, intentando no resbalar por las empinadas escalinatas. Los chavales se escabullen entre los callejones.

Adrenalina y desesperación

«Estaban armados, pude ver que uno de ellos llevaba una pistola en la parte de atrás, sujeta al pantalón», describe. Nosotros, desde la retaguardia, nunca llegamos a ver las armas. A mitad de la noche decidimos cambiar de escenario. El puesto de atención de Sucre es la joya de la corona: tres ambulancias que recorren el Petare a diario, recibiendo todo tipo de llamadas. Jorge Marciel es el responsable del equipo. La adrenalina corre por sus venas aunque muchas veces la realidad es un muro infranqueable. «A los heridos de bala la mayoría de las veces no los atienden. Tienen miedo porque podrían llegar a rematarlos en mitad de la noche y producirse tiroteos». La situación se vuelve desesperante. Llevamos cinco horas dando vueltas en una de las ambulancias con un paciente que tiene cuatro dedos rotos. En ningún hospital lo aceptan. En uno porque no hay gasas, otros alegan que no tienen especialistas o que la máquina de placas es nueva y no saben instalarla. La mayoría sostiene que no hay camas libres. Nos ofrecen quedarnos a esperar con el enfermo o dejar la camilla.

«No lo hacemos nunca porque es probable que no la recuperemos» nos confiesa uno de los técnicos de la ambulancia. Otro da vueltas constantemente alrededor de vehículo. «Nos han robado equipo incluso en los hospitales», exclama.

Finalmente, uno de los conductores soborna a un enfermero con 100 bolívares –15 euros–. Al poco aparece con una camilla en la que abandonamos al herido. Todo parece resuelto cuando antes de irnos aparece una doctora que nos amenaza: «Si le tengo que cortar la pierna será culpa vuestra, tiene riesgo de necrosis y ya os dije que no puedo atenderlo».

La Morgue de Bello Monte es uno de los lugares más desagradables de Caracas. En la puerta, gente angustiada, llorando, esperando para reconocer a sus familiares fallecidos. Ni siquiera aquí te puedes relajar; en febrero robaron una carroza fúnebre estacionada frente a la puerta. A casi 200 metros de la entrada, el olor es nauseabundo.

En la recepción, los empleados parecen haberse habituado al hedor. Cuando solicitamos los permisos para grabar o entrevistar a algún funcionario, nos miran con desgana y nos remiten al Minci, el Ministerio de Comunicaciones. Les preguntamos por el olor y responden que «son los cuerpos, no damos abasto, y la mayoría de las cámaras frigoríficas no funcionan. Solo en el mes de mayo recibimos 478 cadáveres, la mayoría por muerte violenta. Muchos no son reconocidos por lo que acaban en “La Peste”», un cementerio lleno de fosas comunes que se sitúa en las afueras de Caracas –otro lugar dantesco de la capital–.

Tras 15 días recorriendo la capital, nos queda una sensación: Venezuela se ha convertido en un polvorín. El actual Gobierno no lo quiere reprimir porque considera que está atacando a las clases más humildes. Sin embargo, la impunidad y el alto número de armas que hay en las calles han generado una espiral de violencia, una guerra civil entre hermanos.